“El Palacio de los Iturriza”
por Guillermo Mujica Sevilla. (Desde el Solar Valenciano II. Valencia 1988)
Las autopistas y avenidas de los
tiempos presentes ya rodean y estrangulan la vieja casa que los valencianos
llamamos, desde hace mucho tiempo, “El Palacio de los Iturriza”.
Algunos ilusos lo defendemos y
esta defensa, aunque débil, ha logrado prolongar su agonía. Pero todos miramos
cómo el cerco se estrecha, y cómo la enfermedad del deterioro y del tiempo mina
cada vez más su estructura.
Es el Palacio de los Iturriza.
Arturo Machado Fernández nos narra, con su deliciosa prosa valenciana, la
historia del Palacio: “La construcción de tan hermosa vivienda fue ordenada en
1887 por Don Juan Miguel Iturriza, hombre de sólida personalidad y consumado
trabajador, nativo del Estado Cojedes, que vino a radicarse en Valencia
durante la sexta década del pasado siglo, en compañía de su esposa Doña Elodia
Sánchez, trayendo consigo un sustancioso capital amasado limpiamente bajo el
sol ardoroso de aquellas tierras donde la garza, el moriche y el mastranto dan
ánimo a la copla y el joropo”.
El Palacio, ahora reducido a su
edificio principal, tiene en su techo un ligero toque gótico. En conjunto,
tiene el aire señorial de algunas residencias europeas del siglo pasado. Las
puertas de arco en la entrada tienen, en su parte superior, dos caras
diabólicas sonrientes que, en nuestra niñez, nos infundían respeto y temor.
Arriba, un segundo piso con balcones y hacia un extremo, una parte más alta,
como una torre de tres pisos. Alrededor, una reja que fue también señorial,
pero de la cual la rapiña ha deja sólo vestigios.
La fachada, nos informa Machado,
tiene una capa de pinturas que oculta la decoración particular formada por los diferentes
colores de los ladrillos. La casa, ahora, luce como amputada. Se adivina un
jardín que ahora no existe y que los artistas que pintan románticamente el
palacio desde la acera de enfrente, a veces le añaden. Y el jardín o los
jardines, nos dice Arturo, existían. Había puentecitos para pasar sobre el río,
y había arbustos, y flores, y estatuas. Allí estuvo Joaquin Crespo, recibido
por la familia Iturriza. En esos jardines había un pintor que plasmaba retratos
en lienzo. Quizás, sin saberlo, lo recuerdan y le rinden homenaje los artistas
de la acera de enfrente. Ese pintor de aquellos tiempos se llamaba Arturo
Michelena. Se dice que allí dejaron
sentir su presencia, sus pasos y sus palabras, otros varios ilustres
personajes: Nicanor Bolet Peraza, Antonio Parédes, Paco Batalla, los González
Guinán, los Romero García y otros.
El Palacio fue construido con
gusto. Los materiales para construirlo y sus adornos y su mobiliario fueron
traídos, en gran parte, de Europa. Yo lo conocí de afuera. En tiempos antiguos,
estaba frente al palacio la estatua de Atanasio Girardot que ahora se encuentra
en Bárbula. En cambio frente al palacio hay ahora un busto pequeño que
supuestamente representa a Don Francisco de Miranda (homenaje de la Logia
Masónica). No nos parece ver en ese busto la energía ni la personalidad de Don
Francisco.
Arturo Machado quien si penetró
al interior del Palacio nos habla, desde su extraordinaria memoria, de los
muebles de estilo, de buen gusto, de los techos y paredes suntuosas.
Con toda su belleza y el
refinamiento de su dotación, el Palacio no era vivienda fija de los Iturriza.
Antes, las familias vivían en el Centro de Valencia. Y la zona del Palacio “Camoruco
Viejo” era sitio de “temperamento”, para pasar temporadas. Y allí iba la
familia, justamente, a “pasar temporadas”.
Con el correr de los años, el
Palacio pasó a los hijos de Don Juan Miguel Iturriza. “Para el año 1935, azares
del destino quisieron que Doña Isabel Iturriza de Fernández”, hija de Don Juan
Miguel, debiera desprenderse de lo que ella llamaba “su palacio”.
En el Palacio, además de los
recuerdos de la Valencia de antes y del añejo
“sabor” de “Camoruco Viejo”,
queda el recuerdo de su constructor, Francisco Fernández Paz. “El Cojo
Ilustrado” la gran revista nacional ya desaparecida, nos trae una emotiva nota
de su director Manuel Revenga, en su número del 15 de agosto de 1893, sobre la
muerte de Fernández Paz. Según esa nota, el joven constructor, había nacido en
Valencia el 15 de febrero de 1856, hijo del Doctor José Antonio Fernández y de
la señora Sebastiana Paz. A los siete años fue a Europa donde permaneció tres
años. Estudió segunda enseñanza en Valencia y en la Universidad de Caracas
recibió el título de agrimensor público a los 18 años, y desde los 19 comenzó a
ejercer en Valencia. Además de sus conocimientos en ciencias exactas, nos dice
Revenga, “se distinguía por encima de todo nuestro amigo como poseedor de riquísimo
don en materias artísticas”. “Muchos estudios ha dejado el buen amigo de los
grandes edificios de Europa”, especialmente de grandes catedrales del viejo
mundo…”. Testigos de su ciencia y elevado gusto son las obras de arquitectura e
ingeniería que adornan las plazas y calles de su ciudad natal, entre las cuales
recordamos “La Quinta de Iturriza”, la
casa de los Llanos, la de Calafat, el Matadero, el plano de la Plaza Bolívar,
la maquinaria para la construcción de muebles finos, etc. etc.”. Fernández Paz
tenía inquietudes político revolucionarias, y al acudir a una acción de guerra,
murió joven, ahogado en el río San Juan, la noche del 21 de julio de 1892.
Posteriormente al “Palacio”
surgieron, nos dice Machado Fernández, en el sector camoruqueño, otras
viviendas, entre ellas “La Limonera” de los Llanos, hoy sede del Country Club
de Valencia, y las llamadas Quintas Kerdel y Revenga (posteriormente, el conocido
Hotel 400).
Según un hermoso reportaje de
Ildemaro Alguindigue (El Nacional 17-07-88). El Palacio fue vendido a un consorcio
italiano. Con el tiempo, se construyó en su parte posterior un restaurante, que
dio paso a una venta de automóviles. El
Palacio fue declarado “Monumento
Nacional”, aunque en forma simbólica, porque no pertenece a la nación. Intentos
de la Municipalidad de Valencia y del National City Bank por adquirirlo y restaurarlo,
han resultado negativos. Nuestro Cuerpo de Bomberos, y organismos
conservacionistas de nuestra ciudad, se han interesado también en El Palacio. Pero
aún queda la incertidumbre sobre su destino.
Más de una vez se ha propuesto
que el viejo edificio sea restaurado, y convertido en un Museo de Valencia. Se
argumenta que arquitectónicamente no vale nada, que no tiene tampoco
significación histórica importante. Nosotros consideramos que sí. En el Palacio
vive aún el recuerdo de “Camoruco Viejo”, y de la Valencia que todos debemos
evocar… Francisco Polo Castellanos, el recordado “Ticoté”, nos dice: “Para los
que tenemos un recuerdo por la Valencia que se nos fue hace poco, el pasar por
Camoruco Viejo, tiene que constituir un como romántico retornar a la ciudad
conservadora, donde vascos apellidos se congregaron para dirigir los asuntos
generales en la altanera villa”.
El Dr. Mandry Llanos, que a
diario vigilaba y cuidaba el Palacio desde la acera de enfrente, escribió
también un hermoso artículo sobre esta romántica edificación. Muchos poetas y
escritores le han dedicado los mejores frutos de su intelecto.
El Palacio sigue esperando su
destino, entre cantos de poetas y entre sueños de pintores que a diario le dan
diferentes tonalidades en sus lienzos, desde la acera de enfrente.
Los valencianos, la colonia
vasca, y todo el que sienta conmoverse su espíritu ante el viejo misterio
valenciano que encierra el edificio, ante la risa sardónica de sus diablos
eternos en la fachada y ante sus rejas ya destartaladas, debiéramos actuar para
restaurar el edificio.
Cuando lo vemos, solitario, en
las noches, o en los atardeceres, pensamos: ¿Veremos allí algún día el colorido
de la inauguración del anhelado Museo de Valencia? ¿O llegará el día en que, al
mirar su desaparición final, sentiremos, como dice Machado Fernández, nuestros
ojos nublarse de lágrimas? En ninguna de las dos circunstancias, estaremos
solos. Se regocijarán, o llorarán con nosotros, lo nostalgia de los Iturriza,
el recuerdo de las bellas damas que habitarían este edificio, el verso de
Manuel Alcazar, la inquietud de Mandry Llanos, la paleta de La Madriz y de
Braulio, y el romanticismo rebelde de Luis Augusto Nuñez…
Entre tanto, nos sentiremos
alegres mirando a los artistas que, como César Hernández Rojas, autor de la
pintura que ilustra nuestra portada, viven rindiendo al Palacio el homenaje de
sus paletas multicolores y de su soñador espíritu para sembrarlo de flores e inventarle de nuevo
los jardines que luciera un día…
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