miércoles, 1 de junio de 2016

1976. Los Arboles de Valencia


Los Arboles de Valencia

Alfonso Marín


  

 A manera de Prólogo


Alfonso Marín nos brinda con su pluma, erudita y poética crónicas consagradas a la evocación de los árboles en las cambiantes etapas de arborización de Valencia, nuestra ciudad que siendo pequeña y prístina, fue capital de Venezuela. Y en sus aledaños, CARABOBO, planta y tierra, es la culminación de la libertad de un pueblo que libertaba pueblos.

En el tiempo que antes fue y con el hispano poblador, valle inmenso partido en dos por un Cabriales, de aguas dulces, serenas y cristalinas, una villa crecía sin vértigos; el valle verde y la selva de galería que su río alimentaba, parecían inmutables. Lentamente los ARAVACOS desaparecían en el crisol de razas pobladoras.
1931- APAMATES rosados en el sombrío Camoruco y por la calle Colombia, desde la esquina de Panza, hasta San Francisco CAOBOS, partiendo las dos calles perimetrales de la Plaza Bolívar. COTOPERICES del Padre Alfonzo y de su esquina… TULIPANES AFRICANOS, tamizado de cinabrio, en Arévalo González.
1944- Por vez primera en toda Venezuela, el Concejo Municipal del Distrito Valencia, acoge la iniciativa de crear AD-HONOREM, una COMISION DE URBANISMO. Esta se enfrenta seriamente a estudiar el DESARROLLO  de la ciudad, desarrollo que en pleno 1975 continuará acelerado, impertérrito e impresionante, hasta el año 2000. Se cumplirá así la profecía del Padre Lebret: ¨AHORA VALENCIA……LUEGO VENDRA GUAYANA¨.

Con el URBANISMO se analizan los problemas de Valencia y , es entonces cuando se plantea la odisea en el arbolado urbano. Vista de una altura cualquiera, las casas valencias aparecen y se asoman tímidamente por entre el más tupido arbolado, formado en su mayor parte por frutales, algunos de ellos exóticos, que despertaban la curiosidad botánica y poblaban y pueblan el recinto de los corrales de las viviendas.

Se precisa ampliar las calles, el tránsito así lo impone, construir y reconstruir avenidas, urbanizar extensas zona y aún más: trepar hasta las faldas de las colinas aledañas. El genocidio dendrófilo, entonces impera, máxime en las nuevas urbanizaciones y áreas naturales circunvecinas.

Sobreviene la panacea exótica de la ACACIA DE SIAM, peregrina y de efímera vida y la del JABILLO punzante, quebradizo, desfoliante, y de gran toxicidad lacticífera. La ciudad soportará aceras resquebradas e intrasitables y suciedad extrema con la abundancia de hojas extremas caídas.

Valencia desarbolada será, afortunadamente cien veces arbolada.

1951-  En Julio de este año, el Ministerio de Agricultura y Cría, parecía querer realizar la importante empresa  de la ¨Reforestación de los cerros de los alrededores de Valencia¨, como se desprende del valioso estudio, que con ese título, elaboró el Ingeniero Agrónomo Gerardo Budowski, autoridad mundial en labores conservacionistas.

1952- Es este año cuando se precisa y se dan las normas a los Gobernadores de las entidades venezolanas, por la Dirección Forestal del Ministerio de Agricultura y Cría, para seleccionar de entre varias autóctonas especies arbóreas, son sobrados méritos, la que representaría el ARBOL EMBLEMA.

Se insinuaba a Carabobo hacer la escogencia entre los árboles siguientes:

CASTAÑO
COTOPERIZ
CAMORUCO Y
LAUREL.

Románticamente, el jurado elegido para dictar su veredicto, lo hizo a favor del árbol nominado CAMORUCO; quizá, porque la gran avenida valenciana, popularmente, ostentó por largos años, tal nombre.

Valencia tiene un recuerdo especial para el gran urbanista francés Maurice Rotival, ahora de visita en Caracas. A él se le debe la planificación de la primera gran urbanización de la ciudad: GUAPARO. Se trata de un conjunto residencial con las características de un parque. Para éste destinaban, ocupando la zona central, hasta once hectáreas. Las colinas limítrofes, con sus áreas verdes naturales, se respetarían y permanecerían vírgenes.
El Plan Rotival sobrevive y se ejemplariza.

Valencia, ciudad industrial, de crecimiento pujante y vigoroso, se enfrenta a su desarrollo, en su decidido afán de la metrópolis que va hacia el millón de habitantes.
La vida urbana que ahora es otra, nos pide disciplinar el crecimiento explosivo de la urbe, sin romanticismo, con energía. No sólo meditaciones. Sembremos un árbol donde se dé un pedazo de tierra apenas suficiente.
Todos en conciencia colectiva, con acción, fe y cariño, contribuyamos en aceptar nuevas disciplinas indispensables para alcanzar el equilibrio vital necesario. Sepamos mantener la separación necesaria entre el DESARROLLO que torna agrietante la ECOLOGIA y la ERGONOMIA que lo disciplina y limita.

En las páginas de LOS ARBOLES DE VALENCIA, Alfonso Marín, ex-alumno allá por el año 1925, en nuestras clases de Botánica, dictadas en el Colegio Federal de Barquisimeto, nos narra con fina pluma de laureado escritor y poeta, las vicisitudes de la vida de los árboles de Valencia de la Virgen del Socorro, su ¨CIUDAD INDUSTRIAL¨.

JOSE SAER D´HEGUERT
Botánico Conservacionista



   



I

Los árboles de Valencia tienen su historia. Una historia larga y cambiante, como la vida de la ciudad. Los más antiguos, los que todavía se conservan en las márgenes del Cabriales, como acervo muy importante de nuestro frustrado Parque Metropolitano, hunden sus raíces a una época que se remonta a cuatro o cinco siglos atrás. Algunos de esos árboles presenciaron el episodio de nuestra guerra magna, vieron como Pablo Morillo se quedó de pronto embrujado por el ambiente que lo rodeaba, olvidándose que estaba en guerra o interesándose a la vez por el progreso de Valencia viera la construcción del Puente Amarillo. Vieron también al General Páez y a Barbarita Nieves, bañándose en el río. Vieron a Bolívar cobijarse bajo su sombra, en las horas de vivac, y al Coronel Agustín Codazzi, así como antes habían visto a Humboldt y a Bonpland y a los demás naturalistas que en diferentes oportunidades contemplaron y admiraron nuestra flora y nuestra fauna de toda la región. Estos árboles son testigos fehacientes de una serie de acontecimientos que todavía están esperando la mano cuidadosa de un historiador que los analice y los redima del olvido con que el tiempo los trata de cubrir.
Pero no es a esos árboles antiguos, que siguen desafiando los siglos, a los que nos vamos a referir. Nos vamos a referir a otros menos viejos, algunos de los cuales fueron sacrificados hace algunos años – los de la Avenida Camoruco, hoy Avenida Bolívar – y sobre cuya muerte violenta escribimos alguna vez un De Profundis, tratando de poner una nota sentimental sobre la implacable decisión demoledora de nuestro acelerado progreso urbano, que no se puede detener. Muchas veces tenemos que hablar de estas cosas en nombre y representación de la tradición. ¿La tradición?
Si, la tradición, que a veces pasa a convertirse en una simple palabra sin sentido, porque hasta las viejas casas solariegas, las antiguas edificaciones coloniales que tanto tienen que hacer con nuestro pasado remoto, se ven obligadas a desaparecer, para dar paso a las llamadas infraestructuras de cemento y cabilla que han venido después. El progreso, lo que llamamos el progreso, está por sobre todo. Hay que construir grandes avenidas, grandes edificios; hay que sustituir el aire puro que antes tuvimos, con el aire contaminado que nosotros mismos nos encargamos de fabricar. Si posible con el smog, que es la máxima expresión de progreso de los tiempos que corren. El smog, que es el signo fatídico de una civilización que no tiene paz con el pasado y que contorsiona el presente para abrirse paso hacia el porvenir. Esa civilización distorsionante la hemos empezado a vivir en Valencia, y en nombre de ella, y como homenaje a ella,  aceptamos la demolición de no pocas edificaciones urbanas, que por respeto a la tradición, deberíamos conservar y cuidar.
Con los árboles de Camoruco, pasó una cosa parecida, mucho antes de que se pensara en el ensanche de la avenida, se inició la destrucción de ellos. Caobos, cedros, camorucos, mangos y apamates, formaban una sombra compacta de lado y lado de la avenida se alzaban con vigorosa majestad. En cierta época del año, los apamates se cubrían de flores y cuando éstas caían sobre el pavimento,  formaban una alfombra de vivos colores, como un espléndido regalo para los ojos de las gentes que pasaban por allí. Alguna vez, al celebrarse un mitin en el circo Arenas de Valencia, había unos apamates llenos de macetas de flores, del lado de la calle, que se veían desde el redondel. El poeta Andrés Eloy Blanco que intervino en ese mitin, empezó su discurso con la siguiente observación:
-          Esos apamates floridos, que se asoman por sobre las paredes de este circo, y que estamos viendo desde aquí, también han venido a presenciar este mitin…  (Los aplausos ahogaban la voz del orador)
Un día, desafortunadamente, casi todos los árboles de la avenida amanecieron con una marca roja sobre el tronco, en señal de que iban a ser cortados por disposición superior. Y en efecto empezó el hacha oficial a derribarlos. La orden había sido dada por el presidente del Estado, y como estábamos en plena dictadura, nadie se atrevía a protestar.



  
II

Todo indicaba que los árboles de la Avenida Camoruco, estaban condenados a desaparecer, en medio de la protesta muda de los habitantes de la ciudad. Pero nadie se atrevía a meterle el cascabel al gato. Se sabía que se trataba de una orden del gobernador del Estado y esa orden había que cumplirla por sobre toda otra conveniencia. Una orden fatal. Nadie decía ni una palabra. El silencio generalizado de todos venía a ser en este caso una especie de complicidad manifiesta con el crimen que se estaba cometiendo. El hacha oficial seguía haciendo de las suyas.
Sin embargo, la Sociedad Amigos de Valencia decidió ¡por fin! Salir en defensa de los árboles. Se solicitó una audiencia con el gobernador del Estado para tratarle este asunto, a través de una comisión especial nombrada al efecto. Nosotros formamos parte de ella. El primer magistrado regional, fue terminante:
-          Esos árboles están viejos, son un peligro y hay que cortarlos. Además, como se van a reformar las aceras, son un estorbo. ¡No hay más remedio!.
-          Mire, gobernador, es posible que algunos estén un poco deteriorados; pero otros no. Además, donde se corte alguno, hay que dejar espacio para sembrar otro.
-          Nada de eso. ¡No sean románticos! Si sembramos nuevos árboles ahora, es para que otro gobernador que venga dentro de diez o quince años, tenga también que cortarlos.

Esa era la actitud del señor gobernador regional ante el requerimiento nuestro. No obstante eso, seguimos insistiendo, y hasta elevamos el asunto a conocimiento del Ministerio de Agricultura y Cría y finalmente Ministerio de la Defensa. Además, el corresponsal del diario ¨El Nacional¨ de Caracas envió una nota muy alarmante, que terminaba diciendo: ¨con el corte de los árboles de Camoruco, se ha empezado a sentir una ola de calor por la extensa avenida¨.

Este corresponsal de ¨El Nacional¨ tuvo que esconderse. Había sido dada una orden de la policía para detenerlo, por falta de respeto a la autoridad y porque nadie estaba facultado para contrariar lo que ya había sido dispuesto.

Un incidente inesperado, vino a agravar el asunto y a la vez  a contribuir a resolverlo: en esos días se fugaron varios enajenados del Hospital Siquiátrico de Bárbula. Enrique Bernardo Núñez, que era celoso defensor de los recursos naturales renovables, comentó con incisiva ironía en su columna ¨Signos en el Tiempo¨ lo que estaba ocurriendo en Valencia, asociando una cosa con la otra. Registró las dos noticias: la tala de los árboles y la fuga de los enajenados, y terminó diciendo: ¨Ya nos explicamos lo que está pasando en Carabobo: quienes están cortando los árboles de Camoruco, son los locos de Bárbula¨.
Ardió Troya. El gobernador montó en cólera. No podía tolerar que le dijeran loco; pero en ese momento intervino el Ministro de la Defensa y la situación sufrió un cambio. Se logró que en la construcción de las nuevas aceras, se dejaran huecos suficientes, en doble cantidad que antes, para sembrar nuevos árboles. La Sociedad Amigos de Valencia, que disponía entonces de un agrónomo a su servicio y que tenía en sus manos en esos momentos una campaña de reforestación de las inmediaciones de la ciudad, procedió con la celeridad del caso a plantar algunas especies autóctonas, previamente seleccionadas.  Esto trajo consigo un nuevo inconveniente: el gobernador no quería esas especies criollas; quería sembrar álamos, que en esos días estaban de moda en Caracas. Estos álamos importados, sin embargo, iban a ser un fracaso, tanto en Caracas como en Valencia. Mientras tanto, había que resignarse. El gobernador llamó al agrónomo de la Sociedad Amigos de Valencia y le ordenó arrancar de inmediato las especies recién sembradas, con la advertencia que si no lo hacía, sufriría las consecuencias. Ya él había decidido que en la avenida principal de la capital de Carabobo, no hubiera sino álamos.
Esta siembra de álamos era absurda, pero no tuvimos más remedio que aceptarla. Por algún tiempo la avenida Camoruco de Valencia iba a estar adornada con las débiles ramas de unos árboles raquíticos y enfermos, que se fueron muriendo lentamente como flores de invernadero.
El primer magistrado regional había sido complacido.




  
III

Ya hemos visto como los árboles de la avenida Camoruco estaban condenados a morir.  Tenían que pagar con la vida los servicios de embellecimiento y purificación del aire, que le habían venido prestando a la ciudad. Habían servido, además, para cobijar con su sombra a las innumerables damas valencianas que por las tardes, y también en horas de la noche, se sentaban debajo de esos árboles, colocando sillas sobre las aceras, para recrearse con el paso de las gentes que traficaban por allí. Viendo pasar los automóviles, el tranvía, los peatones, los jinetes y, de cuando en cuando, alguna vieja carreta rechinante que aún se atrevía a desafiar el progreso urbano, en nombre de una tradición secular. El último carretero fue Mantequilla, un bohemio trashumante, que algunas veces se quedaba dormido al lado del caballo que tiraba su carreta, aparentemente tan bohemio y tan tranquilo como él.

El furor arboricida del penúltimo de la dictadura, se había atenuado, por fortuna, con la intervención del Ministerio de la Defensa a que hacíamos referencia en nuestra columna anterior.  El corte de los árboles de Camoruco se vio de pronto reducido a un límite relativamente razonable.  Ya no se consideraba necesario cortarlos todos. Podían quedar algunos de ellos para satisfacer las exigencias de la Sociedad
Amigos de Valencia. La avenida podía conservar así, a duras penas, parte de su antiguo esplendor. Ya no habría que decir que los locos fugados de Bárbula estaban cortando los árboles de Valencia.

Sin embargo, el progreso es el progreso: muy pronto iba a surgir la idea de ensanchar la avenida y ya ninguno de estos viejos árboles de Camoruco podrían quedar en pie. A estas alturas ya el instrumento demoledor no fue el hacha, sino los pesados tractores del Ministerio de Obras Públicas, que implacablemente los van sacando de raíz uno a uno, mientras crujían las ramazones bajo las despiadadas orugas, en un mínimo recurso de protesta contra el progreso invasor. La tortura de estos viejos árboles ciudadanos, era un obligado tributo al reinado del cemento y la cabilla, que caracterizan el progreso de nuestro tiempo. Los llamados recursos naturales renovables se tienen que apartar.

Hubo, no obstante una esperanza. Se pensó que el centro de la gran avenida, podría ser reservado para sembrar allí nuevos árboles. Esto era de esperarse. La ciudad necesitaba de sus pulmones verdes para vivir y respirar. El mejor amigo del hombre tanto en la ciudad como en el campo, es el árbol. No es necesario ser un panteísta para admitir que esto es así. Pero los encargados de la ejecución de estas obras pensaron de otro modo: se limitaron a dejar una franja central para la siembre de grama o flores, con tan mala suerte, que esta franja quedó situada sobre el viejo macadan, con un mínimo de espesor, y el relleno fue completado a base de cascajo y desperdicios, donde las flores y la grama no pudieron prosperar.  La voz de alarma vendría después. Esta ocurrencia fraudulenta, tuvo que ser revisada cuando la prensa la denunció, y fue entonces cuando se logró un ligero mejoramiento vegetal de la avenida, que está muy lejos de ser lo que todos habríamos deseado ver allí.  Esto no puede compensar, ni remotamente, la pérdida que tuvo la ciudad con la eliminación de los viejos árboles, que en otro tiempo fueron un encanto para propios y extraños.
Lo mejor en este caso hubiera sido hacer una nueva siembra de árboles por el centro de la avenida, similar a la que se hizo desde la Urbanización Las Acacias hasta la Granja Salesiana. Una gran atracción para la vista y también para el sistema respiratorio de los habitantes de la ciudad.


   


IV

En Valencia, como en todas partes, ha habido siempre enemigos, pero también ha habido amigos de los árboles. Nos referimos a los personeros del sector oficial. Durante el primer gobierno de Acción de Democrática, después del golpe militar del 18 de octubre de 1945, tuvimos un prefecto del Distrito que se preocupó por los árboles: Fernando Ortega. Una cosa curiosa, y a la vez hermosa: un prefecto de Distrito preocupado por el problema forestal de la ciudad. El fue el que sembró los árboles de la avenida Lisandro Alvarado, hasta el cementerio. Y pocos años después, durante el gobierno del general Marco Pérez Jiménez tuvimos un gobernador anmiado por la misma idea defensiva de nuestros recursos naturales renovables: Don Ramón Ruíz Miranda. Un hombre bondadoso y afable, que a pesar de las circunstancias entonces imperantes, logró hacer un gobierno de una relativa ecuanimidad. Don Ramón Ruíz Miranda fue quién sembró esa hilera de caobos que hoy podemos ver y admirar a ambos lados de la carretera de Los Guayos y Valencia. Allí quedo tatuado su recuerdo sobre un vivo y fresco testimonio de la propia naturaleza.
Otro de nuestros hombres preocupados por los árboles urbanos, ya no en el plano oficial sino desde las filas del sector privado, porque nunca ha desempeñado funciones públicas que le hayan permitido una acción forestal decisiva,  es el profesor José  Saer D´Heguert, cuyos amplios conocimientos botánicos no se han sabido aprovechar. Se trata del decano de los conservacionistas de Venezuela de la Escuela de Pittier, que ha realizado estudios muy valiosos sobre la flora venezolana, uno de ellos, tal vez el más reciente sobre la planta Carabobo, de donde se origina el nombre de nuestro campo inmortal. Una planta ornamental, rupestre, perteneciente a la familia de las ciclantáceas, propia del sitio donde se libró la célebre batalla. El profesor Saer D´Heguert fue quién recomendó la plantación de caobos a lo largo de la Avenida Bolívar de Valencia, desde Las Acacias hasta la Granja Salesiana. Aparte de esto, es un celoso defensor de nuestros ya bastante arruinados recursos naturales renovables, tanto de Valencia, como de toda la región. Es, sin duda alguna, en definitiva, nuestra máxima autoridad  en esta materia.
Valga esta oportunidad para recordar al hombre que mayor empeño ha puesto en los últimos treinta años por el logro de una cabal reforestación de Valencia y sus inmediaciones, el Doctor Arturo Trejos, ingeniero forestal costarricense, que trabajó durante largo tiempo al servicio de la Sociedad Amigos de Valencia, cuando esta institución tenía a su cargo una activa campaña de reforestación financiada por el Ministerio de Agricultura y Cría, el Ejecutivo del Estado y la Municipalidad de Valencia, a un costo mensual de cinco mil bolívares , así: tres mil el Ministerio, mil el Ejecutivo y mil el Concejo Municipal. La Sociedad llegó a tener su propio vivero: primero en Bárbula y después en Los Taladros. Se repartían plantas en toda la zona y hasta se regalaban para los Estados vecinos. El Doctor Trejos llegó a clasificar más de sesenta especies autóctonas; sembró algunas de esas especies en los cerros, vecinos, especialmente en el cerro La Guacamaya,  de donde logró erradicar la cría de cabras. Trabajaba día y noche con dedicación apostólica. Era un fanático de su trabajo. Intervenía, además, con encomiable dinamismo en las tareas de prevención y extinción de incendios. Una noche estuvo a punto de morir devorado por las llamas en un incendio de las inmediaciones de Bárbula; se salvó milagrosamente, cuando sus compañeros lograron rescatarlo, ya sin sentido, a costa de grandes esfuerzos. Puede decirse, sin exagerar, que la vegetación que actualmente existe en los cerros de Guacamaya y del Moro, es obra de la Sociedad Amigos de Valencia, a través de este hombre extraordinario, que mientras estuvo dedicado a esas labores, no tuvo un momento de reposo.

Cuando se logró que se hicieran algunos hoyos en las nuevas aceras de la avenida Camoruco, gracias a la intervención del Ministerio de la Defensa, en aquellos días en que un mandatario de la dictadura estaba empeñado en cortar todos los árboles de esta avenida, según hemos explicado en una crónica anterior, el doctor Trejo se las ingenió para hacer abrir dos hoyos, por cada árbol cortado, en vez de uno,  y cuando él mismo sembró especies autóctonas – caobos, apamates, camorucos – el magistrado lo llamó a su despacho y lo reprendió:

-          Ud. Ha cometido un abuso. Le prohíbo, desde ahora, que me pase por la avenida Camoruco. Si lo veo por allí lo voy a meter en la cárcel.
-          Esta muy bien, señor Gobernador,  fue la respuesta.
Al día siguiente , el Doctor Trejos fue llamado por el Ingeniero del Estado, quién le ordenó:
-          Hágame el favor de arrancar inmediatamente esos árboles que Ud. Ha sembrado inconsultamente en la avenida Camoruco. Allí se van a sembrar álamos, que es lo que quiere el Gobernador.
-          No, Doctor, yo no arranco árboles; yo los siembro; otros se encargarán de arrancarlos.
-          Es un orden, y Ud. Tiene que cumplirla
A lo que el Doctor Trejos contestó  con la más socarrona humildad:
-          Mire, Doctor, yo no puedo cumplir esa orden suya, porque tengo otra orden que está sobre ella, que es la del Gobernador; el me dijo que no volviera a pasar por la avenida Camoruco y por eso no puedo ni siquiera pasar por allí.

Esta respuesta del Ingeniero agrónomo de la Sociedad Amigos de Valencia, puso fin a la intervención de esta Sociedad en el drama de los árboles de la avenida Camoruco, que como ya se ha visto, estaban condenados a desaparecer definitivamente.

El Doctor Trejos fue el primero en traer a Valencia el sombrereiro , que con tanto éxito fue importado del Brasil por el Ministerio de Agricultura y Cría hace aproximadamente 20 años y fue quien previó, además, el fracaso de la Acacia de Siam, que no ha podido ser adaptada a nuestro medio.




V

El fracaso de la Acacia de Siam fue previsto por el doctor Arturo Trejos cuando prestaba sus servicios como agrónomo en la campaña de reforestación de la Sociedad Amigos de Valencia. Se puso entonces de moda la siembra de este árbol exótico en las zonas residenciales de la ciudad. En la urbanización Guaparo, por ejemplo, se hizo una plantación de acacias de Siam en la avenida principal creándose así  una frondosa vegetación que apenas tuvo una duración quince o veinte años, que es precisamente la duración que esta planta ha alcanzado en nuestro medio. Su crecimiento tiene una rapidez asombrosa, lo cual no deja de ser una ventaja en aquellos casos en que se desee cubrir en poco tiempo con árboles una zona determinada; pero ya sabemos que toda planta que crece en forma vertiginosa, tiene una vida efímera. Es un fenómeno natural que está a la vista de todos: el maíz, el trigo, la caraota y otras especies semejantes, nacen y se desarrollan de la noche a la mañana, pero tienen vida precaria. La planta de más rápido crecimiento, es el berro: llega en veinte días a su completo desarrollo. Los árboles longevos, en cambio, crecen con enorme lentitud: cotoperiz, el samán, el bucare. Y así sucesivamente.

El fracasado ensayo hecho en Venezuela con la Acacia de Siam, que ha venido siendo sembrada en todos los sitios imaginables, tanto en la montaña con en los llanos (lo mismo la vemos en Mérida o en San Cristóbal, que en Guanare, Barinas, Barcelona, Maturín, Ciudad Bolívar o San Fernando de Apure), nos está diciendo que mientras no tengamos la seguridad de que algunas especies importadas pueden aclimatarse en nuestro medio, debemos dar preferencia a nuestras especies autóctonas, que por otra parte nos ofrecen una variedad incomparable. Nada más bello, ni más estable, ni más  atractivo para venezolanos y extranjeros, que nuestros propios árboles.

El caso del Sombrereiro, importado del Brasil por el Ministerio de Agricultura y Cría y traído por primera vez a Valencia por el Doctor Arturo Trejos hace aproximadamente veinte años, es un caso muy distinto: esta planta es tropical con carácter definitivo. Entre nosotros se da maravillosamente. Por eso nos alegra ver que está siendo sembrado a ambos lados de la carretera Panamericana, en la salida de la Encrucijada hacia Nirgua. Esto nos recuerda las hermosas plantaciones de sombrereiro hechas en las márgenes de la modernísima carretera de Río de Janeiro hasta Sao Paolo. El sombrereiro compite allí en la decoración vegetal del paisaje, con los pinos, los eucaliptos y las acacias.

En todo caso nosotros disponemos de una infinidad de  plantas autóctonas o ya adaptadas a nuestros climas, que no tienen nada que envidiar a otras: el caobo, el samán, el apamate, el castaño, el cotoperiz, el camoruco, el cedro, el carabalí, el bucare, el mango; y en palmeras, no se diga: tenemos variedades espléndidas; pero ni siquiera la principal de ellas, y la más conocida , que es el chaguaramo, hemos sabido aprovecharla. ¨El chaguaramo, indio desnudo y alto, nos sugiere un cacique con su penacho¨ dice el poeta. Y el chaguaramo se dan en todos los climas: lo mismo podemos verlo custodiando la entrada de Tucupita, que quizá por esto mismo es una de las ciudades más bellas de Venezuela, como en el hermosísimo bosque de Macuto, en Barquisimeto, o en cualquiera de las ciudades de Oriente o de Occidente, ya en los llanos ya en la orilla del mar, ya en la montaña.

A propósito de la siembra de chaguaramos: en Valencia podemos observar un espectáculo muy doloroso. Se trata de la hilera de chaguaramos sembrados en la principal avenida lateral de la urbanización La Viña. Los constructores de esta urbanización hicieron esta siembre por la sola necesidad de hacerla, quizá sobre cascajos y ripios, en un terreno árido y erosionado, sin cuidarse de preparar la tierra con el abono necesario, y allí están las pobres palmeras raquíticas y enfermas, luchando entre la vida y la muerte, prestándole un flaco servicio a la decoración vegetal de la urbanización. Hacen contraste con otros chaguaramos sembrados muy de cerca de allí, en la urbanización El Viñedo, con más sentido de responsabilidad, que lucen frondosos  y alegres, bajo el cuidado y las atenciones que toda plantación urbana debe tener.

Por lo demás, no es raro que estas cosas sucedan en Valencia, donde es más fácil destruir o abandonar árboles, que sembrarlos y cuidarlos.



 VI

Los árboles de Valencia no han sido nunca felices; no han recibido nunca la atención requerida. Al contrario, han estado siembre expuestos a los mayores sacrificios. Lo sucedido con los árboles de la antigua avenida de Camoruco, no es un caso aislado, sino la repetición histórica de otros casos semejantes.

A principios del pasado siglo, gobernaba a Valencia el doctor José Antonio Anzola, con el cargo de Justicia Mayor. Durante su administración, se desató sobre Valencia una terrible epidemia de fiebre, en 1802. Esto lo refiere el historiador González Guinán, con lujo de detalles en su obra ¨Tradiciones de mi Pueblo¨. Dice que éste era un hombre enérgico, pero desprovisto de ilustración. La epidemia hizo grandes extragos y no había manera de conjurarla. Numerosos ciudadanos pasaban a mejor vida y eran sepultados en el cementerio de la Iglesia Matriz, al lado de la actual catedral.  El desesperado gobernante estimó que esta epidemia obedecía al hecho de que Valencia estaba muy enmontada; existían muchos árboles en los fondos de las casas; era necesario hacer una tala total, y así fue ordenado. La orden se cumplió con una rapidez asombrosa. Las hachas y los machetes de los vecinos entraron en acción.  En muy pocos días fueron cortados todos los árboles, con excepción de un mamón macho o mamón, que asomaba sus frondosas ramas hacia la Plaza Mayor, en el sitio donde ahora se encuentra el edificio Libertador, parte noroeste de nuestra moderna Plaza Bolívar. El inmueble donde estaba este árbol, que posteriormente pasó a ser del general Juan Uslar era de un doctor Vendivoxel, que se negó a cumplir la orden de la primera autoridad, y cuando el alto funcionario lo llamó para increparlo, aquel le contestó con gran aplomo:
-          No señor, yo no corto ese árbol, y me permito informarle que acabo de introducir una acción ante el Tribunal competente contra Su Señoría, porque creo que esa orden sobre la tala de los árboles ataca la propiedad particular  y es, además  en mi caso, la profanación de un objeto sagrado.
Este alegato se basaba en el hecho de que el citado árbol estaba ¨destinado desde tiempo inmemorial a dar sus ramas para adornar anualmente, en la Semana de la Pasión, la imagen de Jesús en el Huerto, y sus flores perfumadas al Santísimo Sacramento¨. La acción próspero, en acatamiento al espíritu religioso del pueblo valenciano, y el árbol fue respetado. La furia del magistrado llegó al rojo vivo, pero ya estaba de por medio una sentencia judicial y había que cumplirla. El resto de la ciudad, sin embargo, quedó totalmente sin árboles.
-          Antes de que se mueran todos los ciudadanos – pensaba el irritado gobernante – es preferible que desaparezcan todos los árboles.
Hacía dos años, para entonces, que el barón de Humboldt , acompañado de Bonpland, había visitado a Valencia. Se alojó en la actual Avenida Carabobo, entra las calles Colombia y Páez, en la casa que ahora está siendo demolida para construir el edificio de ¨El Carabobeño¨. Desde el balcón de la casa, ambos naturalistas se habían maravillado con la lujuriosa vegetación de la ciudad. Desde allí contemplaron el paisaje, adornado de frondosas huertas, que lindaban con los bosques cercanos, en el verdor inmenso del valle, prolongado hasta el horizonte.

Todavía la ciudad no llegaba al río.

Humboldt acababa de recorrer los valles de Aragua y Carabobo, siempre en plan de observación y estudio. Andaba armado de los más modernos instrumentos inventados hasta entonces para analizar las más variadas expresiones de la naturaleza. Todo sitio donde llegaba, se convertía en un laboratorio. Antes de llegar a Maracay, se detuvo en el Samán de Guere ¨Al salir del pueblo de Turmero – dice – a una legua de distancia, se descubre un objeto que se presenta en el horizonte como un terremontero redondeado, como un TUMULUS cubierto de vegetación. No es una colina ni un grupo de árboles muy juntos, sino un solo árbol, el famoso Samán de Guere, conocido en la provincia por la enorme extensión de sus ramas. Le calcula la misma edad del famosísimo Drago de la Orotava, que él visitó en las Islas Canarias a las puertas del siglo XIX, y del cual dice en sus memorias: ¨Asegúrase que el tronco de este árbol, de que se trata en varios documentos antiquísimos como indicador de los linderos de un campo, era ya en el siglo XV como lo es hoy¨, de manera que el Samán de Guere debe haber tenido cuando lo visitó Humboldt en 1800, más de 500 años de edad.
El sabio alemán nos habla también de otras plantas de este  fértil valle, que por lo visto han desaparecido. En nuestra próxima crónica haremos referencia a ellas.






VII

Al aproximarse a Valencia, después de haber pasado un día en Mocundo, en la casa del Marqués del Toro, cerca de Guacara, Humboldt hace referencia a un ¨bosquecillo de palmeras que por sus aspecto y sus hojas en abanico se parecen al Chamaeropis humilis de las cosas de Berbería¨. Los nativos llaman a esta planta Palma de sombrero porque sus hojas son utilizadas para tejer sombreros. El sabio agrega a renglón seguido esta curiosa observación:  ¨Este pequeño palmar, cuyo follaje desecado murmura al menor soplo de los vientos, estos camellos que pacen en la llanura, este movimiento ondulante de los vapores sobre una tierra tortada, por el ardor del sol, comunican al paisaje un aspecto africano¨. Los camellos a que hace referencia, son los camellos que había traído en ese tiempo el Marqués del Toro para hacer con ellos un ensayo de transporte de los productos agrícolas de la región, dispuesto a aplicar luego ese mismo sistema en Barinas, si daba bueno resultados; pero desafortunadamente no logró lo que deseaba. Los camellos no se aclimataron y por lo tanto tuvo que prescindir de ellos. El ensayo había fracasado.
No es extraño que Humboldt nos hable de un paisaje de aspecto africano, porque para esa época había un espacio muy árido en la zona de de los Guayos, en la parte recién abandonada por las aguas de la laguna, que venían bajando de nivel desde 1726, según Manzano; lo que sí es extraño es que las palmeras que formaban el bosquecillo que él describe desaparecieran en su totalidad, hasta el punto que hoy no existe, que sepamos, ni un solo ejemplar en toda la zona. Seguramente se le ocurrió a alguien, por uno de esos caprichos que nunca faltan, que las palmeras eran un estorbo y que lo mejor era cortarlas. Y así lo hizo, sin que nadie se opusiera. La historia de la región está llena de estos caprichos. Es mucho más fácil acabar con los árboles que sembrarlos. Estos pueden ser eliminados en cualquier momento, porque no hay quien los defienda, y si alguien trata de hacerlo, es un idiota o un romántico.
Otro árbol que nos describe Humboldt, y que por lo visto también ha desaparecido, o está reducido al mínimo, es el Árbol de la Vaca, o Palo de la Vaca, que encontró en Bárbula. ¨Hacía ya varias semanas que había oído hablar de cierto árbol – dice -   cuyo jugo es una leche alimenticia. Llámanle Árbol de la Vaca y asegurábasenos que los negros de la hacienda que beben en abundancia esta leche, la miran como un alimento saludable. Siendo acres, amargos y más o menos venenosos todos los jugos lechosos de las plantas, pareciónos muy extraordinaria aquella aserción.  La experiencia nos probó, durante nuestra permanencia en Bárbula, que no se nos habían exagerado las virtudes del Árbol de la Vaca. Este hermoso árbol tiene el aspecto del Caimito. Sus hojas oblongas, terminadas en punta, coriáceas y alternas, están marcadas por nervaduras laterales, prominentes por debajo, y paralelas. Tienen hasta 10 pulgadas de largo. No vimos flor. El fruto es poco carnoso y contiene una nuez, a veces dos¨. Las características que le atribuye Humboldt a la leche de este árbol, coincide con las características de la leche de vaca; dice que él la tomó, por la mañana y por la noche, sin experimentar ningún efecto nocivo; que con ella se produce cuajada o queso similar al queso que da la leche; que contiene un olor balsámico y que no se descompone; agrega algo muy interesante: ¨Nos aseguró el mayordomo de la hacienda que los esclavos engordaban sensiblemente en la estación en el que el Palo de Vaca les provee más leche¨.
Humboldt envió a Paris dos botellas de esta leche, para su examen. No sabemos el resultado. En todo caso, se trata de un descubrimiento extremadamente interesante. Nosotros estamos buscando en estos momentos el Árbol de la Vaca. Ya un vaqueano nos ofreció llevarnos al lugar donde se encuentra. Trataremos de plantarlo en Valencia, en nuestra casa de El Trigal, sin que esto signifique una amenaza para la Asociación de Ganaderos del Estado Carabobo.




  
VIII

El árbol regional de Carabobo es el camoruco, así como el araguaney es el árbol nacional. El camoruco está muy ligado a Valencia, porque de él se deriva el nombre de la avenida, hasta hace poco más elegante, que ha tenido la ciudad. Todavía se habla con orgullo de la gran avenida Camoruco, Camoruco Nuevo y Camoruco Viejo, zona residencial por excelencia, donde las familias adineradas de la capital de Carabobo, tuvieron su asiento. Era un timbre de distinción y de orgullo,  vivir allí. La vegetación era exuberante. Una sombra fresca y compacta se extendía de lado y lado, para el disfrute de todos, haciendo más suave el clima y agregando una nota de especial encanto agreste ala natural alegría de vivir. Por la tarde, y en las primeras horas de la noche, las familias disfrutaban de la tranquilidad del ambiente, sentándose libremente en las aceras para ejercitar así una vieja costumbre tradicional, que lamentablemente ya desapareció.
Entre los árboles de la gran avenida, figuraba, naturalmente, el camoruco. Este ya casi no existe. A nivel de la calle Cedeño, en la antigua esquina La Francia, todavía, vemos uno, que melancólicamente esta allí esperando que continúe el ensanche de la avenida para pagar con su vida el tributo que reclama de los árboles el progreso de la ciudad. Un día cualquiera llegará una poderosa máquina del Ministerio de Obras Públicas y lo arrancará de raíz; y él se irá con orgullo de haber sido el último actor y el último testigo de una opulencia vegetal que nadie se atrevió a defender. Menos mal que en la urbanización El Trigal, ha sido plantada una avenida de camorucos, lo  que nos garantiza, por lo menos, la conservación de la especie en el área urbana de la ciudad.
Sin embargo, el camoruco es poco decorativo. No sabemos por qué causa fue escogido como árbol regional. Hay otros árboles que podrían ostentar con mayor propiedad ese título. El profesor José Saer D´Heguert acaba de sugerir la posibilidad de que el camoruco sea sustituido por el cotoperiz. (El nombre de este árbol ha sufrido algunas variantes, pero preferimos el de COTOPERIZ, que es el más corriente). Es innecesario insistir en advertir que el profesor Saer D´Heguert es nuestra mayor autoridad en esta materia. Un botánico eminente. El considera que es muy plausible la idea de que cada región mantenga el culto y la devoción por un árbol determinado y estima que ningún árbol con mayores, credenciales que el cotoperiz para ser elegido en símbolo del Estado Carabobo.

Excelente iniciativa: el cotoperiz es un árbol maravilloso. Su copa toma una forma esférica que lo distingue de los demás; sus hojas son sentadas, permanentes; su sombra compacta; su longevidad es mayor que la de cualquiera otra especie; su fruto es agradable.  Además es autóctono, y por lo tanto está ligado a la más pura tradición vegetal de Carabobo y en cierta forma a la tradición urbana de Valencia, donde ha existido siempre. Todavía se habla aquí con orgullo de algunos cotoperices famosos. Quizá el más famoso de todos fue el que existió en la Av. Bolívar, antes Camoruco, cruce con la calle Salom, en el sitio donde fue construido el Ateneo de Valencia. Era un árbol corpulento, con varios siglos de existencia, que servía de techo acogedor para las personas que esperaban el tranvía que pasaba por allí. También cobijó con su sombra algunos romances. Innumerables parejas de enamorados tuvieron oportunidad de tejer y destejer la tela de sus sueños bajo la sombra de este cotoperiz. Un día un jefe civil de la dictadura lo quiso cortar. Esto sucedió a nivel de 1917. El episodio lo hemos tomado de boca de un testigo presencial; de un testigo fehaciente, que lleva la tradición de Valencia metida hasta en la médula de los huesos: Don Luis Taborda. Gobernaba a Carabobo el general Emilio Fernández. Los vecinos se dieron cuenta del bárbaro atentado y transmitieron la novedad al general Fernández, quien se trasladó de inmediato desde el Capitolio hasta Camoruco, a pie, colérico, con su clásico chucho en la mano, para increpar al salvaje funcionario:
-          Si usted me toca este árbol, lo zampo a la cárcel. ¡Queda destituido!.
Y en efecto, el Jefe Civil perdió su cargo y el árbol se salvó.




 IX

El famoso cotoperiz que estaba en el cruce de la Avenida Bolívar con la Calle Salom, donde se construyó el Ateneo de Valencia, y que se salvó del capricho demoledor de un jefe civil gomecista, iba a morir más tarde, como tantos otros, bajo la despiadada acción oficial.
Tuvimos otros cotoperices espléndidos: el del Padre Alfonzo, situado en el rincón que se forma con la terminación de la calle Salom en la avenida Montes de Oca. Se llamaba así porque el presbítero Antero Alfonzo, de gratísima memoria para los valencianos y cuyo nombre fue dado a una de las calles de la ciudad, vivía en ese sitio, y se sentaba con frecuencia debajo de ese hermoso cotoperiz a dialogar con sus feligreses. Estas tertulias al aire libre tenían la pintoresca sencillez de las cosas ingenuas. La mansedumbre del pastor se compaginaba muy bien con la refrescante paz octaviana que se respiraba a la sombra de este árbol centenario. Para entonces Valencia no había crecido tanto. La circulación de vehículos era muy escasa. De cuando en cuando, algún jinete desprevenido medía los cascos de sus cabalgaduras la longitud de la tranquila calle. Los vecinos se acercaban al Padre Alfonzo para oir la palabra pausada y sobria del virtuoso levita. Años más tarde, muerto el pastor, el cotoperiz enfermó y no hubo quién tratara de salvarlo. Nadie lo cuidaba, nadie lo regaba, y sus raíces se vieron comprimidas por el macadam vivilizador de otras manos, menos cariñosas que las de su bondadoso amigo de todos los días, fueron tendiendo en torno suyo. Para sustituirlo, como es de suponerse, fue sembrada en su mismo sitio una Acacia de Siam, que pronto, habrá también de secarse, no tanto por el abandono de los vecinos, sino por la razón ya apuntada de que esta planta ha venido a constituir un fracaso total en nuestro medio. No dura más de quince o veinte años, y este ciclo ya se ha cumplido o está para cumplirse.
Hubo otro cotoperiz, menos importante que los anteriores, en la esquina del Asilo de Huérfanos, cruce de Cedeño con avenida Bolívar, en el antiguo Parque Guzmán Blanco, donde se construyó el Liceo Pedro Gual, y otro en frente de este mismo sitio, en la acera de La Casona, sobre la avenida Bolívar, cuyas frondas competían airosamente con la lujuriosa vegetación de toda la zona. Pero todos aquellos estaban condenados de antemano a desaparecer. Menos mal que todavía nos quedan los cuatro ejemplares de la Plaza Bolívar, los de la zona del Country Club y los de las inmediaciones de la desaparecida Fábrica de Cemento, así como los que se encuentran dispersos dentro del macizo de frondas del Parque Metropolitano. Hay algunos otros ejemplares en distintos sitios de la ciudad. El más hermosos de todos, está en La Pastora.
Otro árbol señalado por el profesor Saer D´Heguert, para posible candidato a sustituir al camoruco como Árbol Regional de Carabobo, es el bambú, que a pesar de los embates de los incendios forestales de todos los años, todavía adorna las inmediaciones de Valencia y otros lugares del Estado, con su maravilloso follaje acogedor.
A propósito de esto, es bueno observar que en las regiones del sur de Colombia, existe una variedad de bambú que podría aclimatarse aquí. Alguna vez le proponía en presencia nuestra el doctor Enrique Tejera al embajador de Colombia, Germán Arciniegas, que tratara de traer a Venezuela ese bambú. Es abundantísimo en las inmediaciones de Armenia, Pereira y Manizales; en todo el valle del Quindío. Allí se usa para cercas, para construir viviendas, para postes; para todo. Es fuerte y resistente como la mejor de las maderas. Además, engruesa mucho más que las especies que nosotros tenemos y se eleva a gran altura. Su color, por lo regular es amarillo. Contribuye a decorar el paisaje maravillosamente.
Los bambúes nuestros, por desgracia, se incendian todos los años, aún en la puertas de las oficinas del MAC en Valencia, en la Granja Salesiana. Varias veces lo hemos denunciado así, siempre con el deseo de que este mal se corrija, sin haber podido lograrlo. Es increíble. No sabemos quién tiene la culpa. Por ejemplo: las llamas de los bambúes que año tras año, y con una periodicidad matemática, se incendian en nuestro desafortunado Parque Metropolitano, ponen siempre una nota cárdena, trágicamente cárdena, en las afuera de la ciudad y nadie trata de evitarlo. Esto es más bien un espectáculo. Y un poco más allá, en las inmediaciones de Tocuyito, los restos de los bambúes que aún nos quedan, contribuyen todos los años, en la época de verano, a alumbrar con sus llamas crecientes la modernísima avenida que nos conduce al Campo de Carabobo.





  

X

La fertilidad del Valle de Valencia está demostrada en la exuberancia de sus árboles. Ya hemos dicho que en el Parque Metropolitano existen algunos ejemplares centenarios – ceibas, jabillos, samanes, carabalíes – que vieron al general Páez bañándose en el río y al coronel Juan Uslar trabajando en la construcción del puente Morillo. Aliviaron con su sombra la fatiga de las fuerzas patriotas y hasta contribuyeron con la robustez de sus troncos a hacer menos accesible el perímetro urbano de la ciudad para las tropas invasoras de los días críticos de la guerra. Fueron y siguen siendo centinelas de Valencia. Allí están, desafiando siglos, con la gravísima circunstancia de que el hombre sigue siendo para ellos más peligrosos que los años. Más peligroso que el tiempo. Porque el hombre es el animal más destructor que ha producido la tierra. Todo lo destruye, inclusive los llamados recursos naturales renovables, que para su propia vida son indispensables. Esto lo vemos fácilmente por todas partes.
Sin embargo, existen amigos de los árboles. Los europeos, para no ir muy lejos, han tenido que hacerse amigos de los árboles. Han tenido que seguir el ejemplo de los orientales, que son panteístas. Cuando Europa vio que la destrucción de la vegetación iba a causar una verdadera catástrofe, no sólo tomó medidas para preservar los bosques existentes, sino que empezó a sembrar árboles. Hoy se sigue allí frente a la naturaleza una política muy distinta a la que se observó antes.
Don Luis Taborda, ese archivo viviente de Valencia que tiene mucho de árbol, de árbol sembrado en su tierra con raíces muy hondas, nos ha contado algo que revela la sensibilidad de un ciudadano europeo frente a un árbol de Valencia: el Sr. Zitzen, jefe de la Estación Alemana del Ferrocarril de San Blas, por el año 1908. Se enfermó entonces en el parque de la Estación una hermosa ceiba; se fue poniendo triste. El señor Zitzen se alarmó, y como no encontró aquí ninguna persona capaz de resolverle el problema, trajo de Alemania un botánico especializado, con carácter expreso, para que examinara y tratara esta ceiba. Este hombre pasó dieciséis días en Valencia, haciendo pequeñas excavaciones en el tronco del árbol, examinando la composición química del terreno, las corrientes atmosféricas, la intensidad del sol y del aire; todos los factores que debían tomarse en cuenta para poder llegar a un diagnóstico preciso. Todo inútilmente: la enfermedad de la ceiba había avanzado tanto, que ya no había remedio; dijo que ésta podría sobrevivir por un término no mayor de siete años, y la ceiba sobrevivió exactamente seis años y medio. El señor Zitzen, no obstante, quedó satisfecho, porque había agotado todos los recursos tratando de salvarla. Ningún venezolano hubiera sido capaz de hacer nada semejante. Quizá el único árbol que ha sido objeto de cuidados especiales entre nosotros, ha sido el Samán de Guere; sin embargo, hemos tenido que resignarnos a verlo morir implacablemente sacrificado por el redondel del cemento tendido en torno suyo. Humboldt le había calculado en 1800 una edad de 500 a 600 años; es decir la misma edad aproximada del Drago de la Orotava, en las Islas Canarias.
Por los mismos lados de la Estación Alemania, existió en un tiempo no lejano un pequeño bosque de mangos, con el nombre de La Manguera, a donde iban los valencianos de paseo, especialmente los domingos. Las Hermanas del Colegio Lourdes, llevaban sus alumnas. Y muy cerca de allí, en el empalme de la calle Rondón con las Navas Spínola, estaba la célebre Manga Morada, refugio de romances nocturnos.
-          Te ví en la Manga Morada, solía decirse en forma picaresca.

Por La Pastora, en el cruce de Cedeño con Soublette, existió un frondoso samán. Esquina del Samán, decía la gente. Allí tenía su pulpería el popular Pumo Monasterios, había un patio de bolas y una gallera. Y los domingos de Resurrección, era quemado en esa esquina Judas Iscariote. El Samán desapareció y con él se fueron la tradición y el nombre. El nombre del árbol y el nombre del pulpero.
También queremos dedicarle un recuerdo a la vieja ceiba ciudadana que estuvo situada en la salida de Valencia hacia Puerto Cabello, muy cerca del Polideportivo. Esa zona lleva su nombre. Se trataba de un ejemplar de tronco abultado y redondeado como un panzudo tonel de vino generoso; con la advertencia de que allí no se tomaba vino, sino cerveza. Los habitantes de la ciudad acostumbrábamos frecuentar ese sitio en horas de la tarde, ansiosos de respirar la brisa del mar que llega por la vía de La Entrada y se desparrama en el valle de Bárbula.
Tomar una buena cerveza, al aire libe, debajo de un árbol, resulta siempre típicamente refrescante.
Esta ceiba pagó también con su vida, un día cualquiera, el sacrificio exigido por el progreso de la ciudad.


 XI 
           

En el patio principal de la Casa de los Celis, podemos ver y admirar una malagueta centenaria, que posiblemente fue sembrada allí por mano esclava. Esta especie fue traída de Africa, donde hay una ciudad que lleva su  nombre; ciudad en la cual se comerció en una época muy anterior con la semilla de esta planta, usada por los africanos como pimienta, para la condimentación de algunos alimentos. Una semilla muy aromática. Sus hojas, son lo mismo. Este ejemplar que existe en la Casa de los Celis, ha crecido en una forma extraordinaria, quizá por lo cerrado del sitio en que se encuentra.  (Esto sucede con los árboles: cuando tienen poco espacio lateral para desarrollarse, buscan el cielo abierto, alargan sus ramas hacia arriba, ansiosos de alcanzar el sol y el aire).  Y allí está hermoso ejemplar antiguo, flamante, desafiando los siglos. Es muy posible que haya sido testigo de acontecimientos heroicos; posiblemente vio entrar por la puerta principal de la casa, en una noche memorable, los cadáveres de Cedeño y Plaza, el 24 de junio de 1821; y posiblemente vio esa misma noche al Libertador, con la mejilla en la mano, velando estos cadáveres ilustres. Lo decimos a conciencia de que esta observación nuestra podría ser aventurada; pero ¿quién sería capaz de negarla? Mientras tanto, valdría la pena intentar una investigación técnica para determinar su edad exacta. Hoy es posible comprobar la edad de los árboles. En la Quinta San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, ha sido comprobada la edad de algunos viejos tamarindos que tienen más de trescientos años. Estos tamarindos de la Quinta de San Pedro Alejandrino, presenciaron la agonía del Libertador, y también sus exequias, en 1830.
Y a pesar del tiempo transcurrido desde entonces hasta hoy, se conservan intactos, decorando con sus ramas el paisaje de la costa, cuyo horizonte histórico se resiente todavía de una tristeza irremediable. Permanecen erguidos, como centinelas históricos, que custodian el valle.
En uno de los patios del Capitolio de Valencia, existe otro árbol muy interesante. Se trata de un viejo níspero, que aunque no es tan antiguo como la malagueta de la Casa de los Celis, ni tiene tanta historia como aquella, sí viene a ser un testigo fehaciente, como dicen los juristas, de algunos hechos menudos ocurridos en torno suyo. Está muy cerca de los locales donde hasta hace poco funcionaron los tribunales de justicia. Debajo de sus ramas se sentaban con frecuencia algunos abogados a dar instrucciones secretas a los testigos que iban a declarar en juicios civiles y penales, para trazar una estrategia en cada juicio. No se sabe cuáles eran esas instrucciones. Las ramas de este níspero podrían saberlo, pero desafortunadamente una de las grandes diferencias que existen entre el hombre y los árboles, es que los árboles no hablan. O si lo hacen, nadie ha descubierto hasta ahora el secreto de escucharlos.
Cerca de allí, en la Plaza Sucre, cuando ésta fue remodelada hace algunos años, para darle una colocación adecuada a la estatua del Mariscal y para colocar una fuente luminosa con un mural de Braulio Salazar, se cortaron algunos árboles. La gente, por instinto, condenó esta medida, porque según parece, algunos de esos árboles han podido salvarse. Pero la mano oficial fue implacable. Como sucede siempre. La opinión pública vale muy poco en estos casos. El hacha y el machete hablan un idioma mucho más poderoso que el que se traduce en las palabras. Su filo resulta más agudo y más penetrante que la protesta de cualquier ciudadano airado que cometa el romántico delito de enamorarse de un árbol, para tratar de defenderlo. No hay nada más necio, ni más absurdo que eso… Sobre todo para la hiperestesia encopetada de algunos funcionarios. Esto explica el desamparo vegetal de algunos de nuestros centros urbanos. Esto explica nuestra falta de árboles.
En Valencia sobran los ejemplos por todas partes.





XII

En 1950 fue nombrado Director de Ornato Público Municipal de Valencia el doctor Gregorio Parra Maldonado, ingeniero agrónomo muy competente. Hombre responsable. Hizo una buena labor. Fruto de esa labor suya viene a ser la hermosa vegetación que bordea hoy la avenida que va desde la Granja Salesiana hasta el Club Hípico, en la urbanización Guaparo. También embelleció considerablemente la Plaza de San Blas y la Plaza Bolívar, no sin antes haber tenido qué vencer algunos tropiezos, porque se vio obligado a cortar algunos árboles, sobre todo en la Plaza Bolívar, donde se encontraban algunos viejos mangos enfermos, de ramas sarmentosas, que el único papel que cumplían era el de estorbar el desarrollo de otros árboles. Había que cortarlos. Y así se hizo.

Algunas personas amantes de la naturaleza, quizá un poco impacientes, en el primer momento no lo entendimos así. No estábamos conformes. Parra Maldonado utilizó para este trabajo a un gigantón criollo; un tipo de dos metros de altura, que parecía un centurión romano, armado de un inmenso machete casi tan  grande como él. Cada machetazo que daba, era un acontecimiento.

La tala de estos viejos árboles inútiles de la Plaza Bolívar, debió hacerse en altas horas de la noche. Se quería evitar cualquier interferencia. Sin embargo, una noche nos pusimos en guardia en compañía de Don Ramón Chazzim, hombre extremadamente celoso por todas las cosas de Valencia, para evitar que esto siguiera sucediendo.

Cuando llegó el gigantesco samuray armado de su terrible machete, le dijimos que no podía seguir cortando los árboles: que nosotros nos oponíamos a eso. El alegó que tenía una orden superior y qué tenía que cumplirla. Le pedimos entonces que se esperara un poco, mientras buscábamos al Gobernador del Distrito (Entonces este funcionario se llamaba Gobernador, en vez de Prefecto). Desempeñaba el cargo el coronel retirado Arturo Guerrero Niño, quién vivía en La Pastora y allá fuimos a despertarlo. Nos acompañó hasta la Plaza y el trabajo por esa noche quedó paralizado. Después, se harían valer las razones técnicas para continuarlo.
Mientras tanto, ya se había formado el escándalo. La prensa local arremetió contra el doctor Parra Maldonado, diciendo que éste, en lugar de contribuir al embellecimiento vegetal de Valencia, lo que hacía era cortar los árboles.
Por esos mismos días llegó a Valencia una misión comercial francesa, que fue recibida y agasajada con un banquete en la terraza del Hotel Carabobo. Entre los integrantes de esa misión, venía un señor de apellido Samán. Cuando se lo presentaron a Francisco de Sales Guada, hombre de agudo ingenio y de permanente buen humor,  éste aprovechó la ocasión para acuñar una buena anécdota. Al oír su nombre, en el momento de la presentación, le preguntó con extrañeza:
-          ¿Samán?
-          Si, Samán.
-          Bueno, mi amigo, tenga mucho cuidado, porque si se encuentra con el doctor Parra Maldonado, lo corta…

Hasta hace pocos años, cuando empezaba la época del verano, se reunían en Valencia los más altos representantes de las instituciones públicas y privadas, para considerar la necesidad de evitar incendios forestales. Se convocaba al efecto al gobernador del Estado, al comandante de la Guarnición de Valencia, al jefe de las Fuerzas Armadas de Cooperación, a los funcionarios del MAC, al Obispo de la Diócesis, al presidente del Concejo Municipal; a todas las personas representativas de las llamadas fuerzas vivas de la ciudad. Y se pronunciaban elocuentes discursos. Pero estos discursos resultaban inflamables. Tan pronto como terminaban aquellas célebres reuniones, empezaban a incendiarse los cerros de Valencia.
En 1957, se celebró en esta ciudad el VI Congreso Venezolano de Ingenieros. Fue sede de este congreso el Centro de Ingenieros de Guaparo. Naturalmente, había en él un grupo considerable de ingenieros forestales. Un día, o mejor, una noche, éstos celebraron la asamblea para considerar la necesidad de la defensa de los recursos naturales renovables. Y fue cosa de ver: si se hubiera ido la luz esa noche en el Centro de Ingenieros, no habría hecho falta, porque tan pronto como empezó la asamblea, los cerros de las inmediaciones se incendiaron de punta a punta y las llamas de este incendio iluminaban el valle.
Era demostración gráfica de que los discursos de los ingenieros forestales que estaban tratando este asunto, también, eran inflamables. Resulta muy peligroso hablar de estas cosas en época de verano.


  


XIII

En el valle de Valencia abundan los mangos. El mango es una planta relativamente nueva en nuestro país. Vino hace menos de trescientos años. ¿De dónde procede?  De la India. Fue llevado al Brasil por los portugueses en las alboradas del siglo XVIII. Desde allí se extendió después al resto del continente, con excelentes resultados.  Es un árbol pródigo, con más de cuatrocientas variedades diferentes, a las cuales hay que agregar ahora la proliferación de los injertos. Los ensayos que se han venido haciendo con él, son estupendos. El mango es universalmente conocido como la manzana de los pobres. Su fruto es rico en vitaminas y puede comerse con toda libertad, sin ulteriores consecuencias.
El ejemplar más hermoso de este árbol, que existe en Valencia, y quizá en toda la región del centro de Venezuela, está en Bárbula. Fue objeto, en su juventud, de algún percance. Sufrió un corte total de poca altura, y a consecuencia de esto prefirió extender sus ramas en dirección horizontal, en forma admirable, defendiéndose de ese modo de la acción de los vientos de la región, que en cierta época del año se hacen muy intensos. Y lo más lamentable es que este árbol maravilloso se encuentra amenazado; seriamente amenazado: la última vez que lo vimos, observamos con dolor que estaba rodeado por las llamas de un incendio. Ya sus contornos se han ido erosionando. La acción destructora de los habitantes de Bárbula, que no se caracterizan precisamente por su inclinación a la defensa de la naturaleza, lo tiene condenado a muerte.
Cierta vez llevamos a un grupo de intelectuales que habían venido de Caracas, para que conocieran este árbol; entre ellos estaban dos altos funcionarios de Shell, que luego vinieron con un fotógrafo, con los aparatos angulares más modernos, para tomarle algunas fotos. No sabemos si se hizo o no  algún reportaje; pero en todo caso las lentes fotográficas captaron con toda propiedad sus aspectos más resaltantes. Había en esto una curiosidad incontenible.
Mi esposa estuvo enamorada de ese árbol. Allá íbamos, frecuentemente, a pasar ratos inolvidables, en compañía de algunos amigos, gozando de su sombra. De cuando en cuando la guitarra de algún artista enredaba sus notas entre las hojas, con la tonada de alguna canción o con la improvisada emoción lírica de versos que recitábamos nosotros, con un sentido un tanto panteísta, evocando a veces el Ombú de los argentinos. Un poema popular de la pampa, que dice entre otras cosas lo siguiente:
                Árbol de savia criolla
                Que abre entera su copa
                Pa dar sombra a los viajeros
                Hincha el lomo las raíces fuera e tierra
                Pa que llegue el cansao y tome asiento.
                Cuanto pájaro llega hasta sus ramas,
                Engancha entre las hojas la vivienda:
                Cada nido parece una medalla
                Que se hubiera ganao por buen patriota…

Este mango de Bárbula, sin duda alguna, es también un buen patriota: pero no sabemos si cualquier día de estos los locos de Bárbula, o lo que no son locos de Bárbula, deciden eliminarlo. Se cometen tantas injusticias con los recursos naturales renovables, tantos crímenes, que los amigos de la naturaleza ya estamos curados de espanto. Sin embargo, ojalá que este consuetudinario pesimismo nuestro, que nos ha engendrado la experiencia, logre cambiar en un futuro no lejano. Parece que ¡por fin! Se está despertando en Venezuela el amor a los árboles.

Y si ese amor no nos llega en forma espontánea, hay que imponerlo, cueste lo que cueste, no ya como amor, propiamente dicho, sino como una disciplina, en defensa de nuestra propia existencia y de nuestro destino de pueblo.






XIV

La Plaza Bolívar de Valencia no es un jardín botánico. Ni podría serlo. Pero contiene una buena muestra vegetal, digna de admiración de propios y extraños. Además, esta plaza es una de las más bellas de Venezuela, y una de las más llenas de tradición y de gloria. Casi tan vieja como la ciudad. Mudo testigo de grandes acontecimientos históricos. En su variada vegetación podemos ver entre otras plantas las siguientes: cotoperices, mamones, mangos, caimitos, caobos, cedros, apamates, pesguas, camorucos, samanes, acacias. Alguna vez hubo allí unas elegantes y espigadas marías, que desafortunadamente se secaron. Quizá los dos árboles de mayor jerarquía tradicional que adornan la plaza, son el centenario samán que está frente al Centro de Amigos, que en cierta oportunidad estuvo a punto de ser sacrificado, y la hermosa vera que está frente al Palacio Municipal. Esta vera no se sabe de dónde vino, porque no se trata de una especie del valle de Valencia. La madera de este árbol es la más dura y pesada que se conoce. Tan dura y tan pesada como el hierro. En algunos países la llaman PALO DE ACERO. Tiene la rara propiedad de que al entrar en contacto con el agua, se petrifica. Los palafitos que encontró Alonso de Ojeda en el Lago de Maracaibo, posiblemente habían sido levantados sobre pilotes de vera. Los modernos palafitos construidos en los últimos años en la bahía de Morrocoy, no son más fuertes que aquéllos. También puede haber sido utilizado para construcciones en el agua por nuestros abuelos caribes, guayacán, muy abundante en el Estado Zulia y mucho más fuerte y pesado que el guayacán de los argentinos. Ambas maderas son sencillamente formidables.
En el Valle de Valencia existe otro árbol de gran raigambre tradicional, un poco preterido, que posiblemente tiende a acabarse: el de la lana de tambor (BROUNA GRANDICARPA), cuya fruta lleva el nombre de Tacarigua. Se supone que esta fruta fue la que dio el nombre a nuestro Lago y también a la principal de las tribus encontradas allí por los conquistadores españoles del siglo XVI. Cuando Juan de Villegas descubrió el Lago de Valencia, en el mes de diciembre de 1547, la lana de tambor era muy abundante en sus orillas. Ha ido desapareciendo bajo la tala, igual que muchos otros árboles. La vida de nuestros árboles autóctonos, registra un calvario muy largo.
Sin embargo, no debemos afligirnos. En estos precisos instantes, y coincidiendo con estas notas volanderas que hemos venido escribiendo sobre los árboles de Valencia, se observan un despertar de la conciencia nacional en favor de los árboles. En favor de los árboles y también de la fauna. Y esa conciencia está siendo oficialmente impuesta desde arriba, como tenía que ser, a base de disposiciones expresas, que nos obligan a conservar y cuidar nuestros recursos naturales renovables; recursos que representan, de por sí, el más inestimable tesoro de nuestro destino de pueblo. Si resucitara Humboldt, por ejemplo, y volviera a Venezuela como vino en 1800, acompañando de Bonpland, con su gran equipo de aparatos científicos, a investigar, como entonces, nuestra flora y nuestra fauna, se quedaría pasmado y lleno de asombro al ver la inmensa depredación que hemos hecho los venezolanos con los tesoros de la naturaleza; para él resultaría inconcebible un despilfarro semejante.

Por eso es necesario que volvamos los ojos a estos recursos. En Valencia tenemos, en este sentido, posibilidades insospechables. Si acompañamos al Concejo Municipal de Valencia en la tarea reivindicativa, que se ha impuesto en estos momentos, si  le damos el apoyo a las autoridades forestales: si colaboramos con los organismos oficiales y privados en el fomento y la defensa de nuestros recursos naturales renovables, le habremos prestado un gran servicio a Venezuela. A la Venezuela de hoy y a la Venezuela de mañana, que tanto espera de nosotros.
Recordemos, finalmente, la sentencia de Arturo Eichler, Premio Nacional de Conservación 1960: ¨La tala del primer árbol es el comienzo de la civilizón. La tala del último árbol es su fín¨.











1 comentario:

  1. Desde niño tengo gusto por los árboles. Gracias por estas líneas descritas con habilidad poética. No faltó ver fotos, me trasladé tras su narrativa al momento, al instante. Percibí el aroma del mango, observé la floración de la ceiba. Gracias, guardaré este escrito para leerlo y releerlo.

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