Los Arboles de Valencia
Alfonso Marín
Alfonso Marín nos brinda con su pluma, erudita y poética crónicas
consagradas a la evocación de los árboles en las cambiantes etapas de
arborización de Valencia, nuestra ciudad que siendo pequeña y prístina, fue
capital de Venezuela. Y en sus aledaños, CARABOBO, planta y tierra, es la
culminación de la libertad de un pueblo que libertaba pueblos.
En el tiempo que antes fue y con el hispano poblador, valle inmenso
partido en dos por un Cabriales, de aguas dulces, serenas y cristalinas, una
villa crecía sin vértigos; el valle verde y la selva de galería que su río
alimentaba, parecían inmutables. Lentamente los ARAVACOS desaparecían en el
crisol de razas pobladoras.
1931- APAMATES rosados en el sombrío Camoruco y por la calle Colombia,
desde la esquina de Panza, hasta San Francisco CAOBOS, partiendo las dos calles
perimetrales de la Plaza Bolívar. COTOPERICES del Padre Alfonzo y de su
esquina… TULIPANES AFRICANOS, tamizado de cinabrio, en Arévalo González.
1944- Por vez primera en toda Venezuela, el Concejo Municipal del
Distrito Valencia, acoge la iniciativa de crear AD-HONOREM, una COMISION DE
URBANISMO. Esta se enfrenta seriamente a estudiar el DESARROLLO de la ciudad, desarrollo que en pleno 1975
continuará acelerado, impertérrito e impresionante, hasta el año 2000. Se
cumplirá así la profecía del Padre Lebret: ¨AHORA VALENCIA……LUEGO VENDRA
GUAYANA¨.
Con el URBANISMO se analizan los problemas de Valencia y , es entonces cuando
se plantea la odisea en el arbolado urbano. Vista de una altura cualquiera, las
casas valencias aparecen y se asoman tímidamente por entre el más tupido
arbolado, formado en su mayor parte por frutales, algunos de ellos exóticos,
que despertaban la curiosidad botánica y poblaban y pueblan el recinto de los
corrales de las viviendas.
Se precisa ampliar las calles, el tránsito así lo impone, construir y
reconstruir avenidas, urbanizar extensas zona y aún más: trepar hasta las
faldas de las colinas aledañas. El genocidio dendrófilo, entonces impera,
máxime en las nuevas urbanizaciones y áreas naturales circunvecinas.
Sobreviene la panacea exótica de la ACACIA DE SIAM, peregrina y de
efímera vida y la del JABILLO punzante, quebradizo, desfoliante, y de gran
toxicidad lacticífera. La ciudad soportará aceras resquebradas e intrasitables
y suciedad extrema con la abundancia de hojas extremas caídas.
Valencia desarbolada será, afortunadamente cien veces arbolada.
1951- En Julio de este año, el
Ministerio de Agricultura y Cría, parecía querer realizar la importante
empresa de la ¨Reforestación de los
cerros de los alrededores de Valencia¨, como se desprende del valioso estudio,
que con ese título, elaboró el Ingeniero Agrónomo Gerardo Budowski, autoridad mundial
en labores conservacionistas.
1952- Es este año cuando se precisa y se dan las normas a los
Gobernadores de las entidades venezolanas, por la Dirección Forestal del
Ministerio de Agricultura y Cría, para seleccionar de entre varias autóctonas
especies arbóreas, son sobrados méritos, la que representaría el ARBOL EMBLEMA.
Se insinuaba a Carabobo hacer la escogencia entre los árboles
siguientes:
CASTAÑO
COTOPERIZ
CAMORUCO Y
LAUREL.
Románticamente, el jurado elegido para dictar su veredicto, lo hizo a
favor del árbol nominado CAMORUCO; quizá, porque la gran avenida valenciana,
popularmente, ostentó por largos años, tal nombre.
Valencia tiene un recuerdo especial para el gran urbanista francés
Maurice Rotival, ahora de visita en Caracas. A él se le debe la planificación
de la primera gran urbanización de la ciudad: GUAPARO. Se trata de un conjunto
residencial con las características de un parque. Para éste destinaban,
ocupando la zona central, hasta once hectáreas. Las colinas limítrofes, con sus
áreas verdes naturales, se respetarían y permanecerían vírgenes.
El Plan Rotival sobrevive y se ejemplariza.
Valencia, ciudad industrial, de crecimiento pujante y vigoroso, se
enfrenta a su desarrollo, en su decidido afán de la metrópolis que va hacia el
millón de habitantes.
La vida urbana que ahora es otra, nos pide disciplinar el crecimiento
explosivo de la urbe, sin romanticismo, con energía. No sólo meditaciones.
Sembremos un árbol donde se dé un pedazo de tierra apenas suficiente.
Todos en conciencia colectiva, con acción, fe y cariño, contribuyamos en
aceptar nuevas disciplinas indispensables para alcanzar el equilibrio vital
necesario. Sepamos mantener la separación necesaria entre el DESARROLLO que
torna agrietante la ECOLOGIA y la ERGONOMIA que lo disciplina y limita.
En las páginas de LOS ARBOLES DE VALENCIA, Alfonso Marín, ex-alumno allá
por el año 1925, en nuestras clases de Botánica, dictadas en el Colegio Federal
de Barquisimeto, nos narra con fina pluma de laureado escritor y poeta, las
vicisitudes de la vida de los árboles de Valencia de la Virgen del Socorro, su
¨CIUDAD INDUSTRIAL¨.
JOSE SAER D´HEGUERT
Botánico Conservacionista
I
Los árboles de Valencia tienen su historia. Una historia larga y
cambiante, como la vida de la ciudad. Los más antiguos, los que todavía se
conservan en las márgenes del Cabriales, como acervo muy importante de nuestro
frustrado Parque Metropolitano, hunden sus raíces a una época que se remonta a
cuatro o cinco siglos atrás. Algunos de esos árboles presenciaron el episodio
de nuestra guerra magna, vieron como Pablo Morillo se quedó de pronto embrujado
por el ambiente que lo rodeaba, olvidándose que estaba en guerra o
interesándose a la vez por el progreso de Valencia viera la construcción del
Puente Amarillo. Vieron también al General Páez y a Barbarita Nieves, bañándose
en el río. Vieron a Bolívar cobijarse bajo su sombra, en las horas de vivac, y
al Coronel Agustín Codazzi, así como antes habían visto a Humboldt y a Bonpland
y a los demás naturalistas que en diferentes oportunidades contemplaron y
admiraron nuestra flora y nuestra fauna de toda la región. Estos árboles son
testigos fehacientes de una serie de acontecimientos que todavía están
esperando la mano cuidadosa de un historiador que los analice y los redima del
olvido con que el tiempo los trata de cubrir.
Pero no es a esos árboles antiguos, que siguen desafiando los siglos, a
los que nos vamos a referir. Nos vamos a referir a otros menos viejos, algunos
de los cuales fueron sacrificados hace algunos años – los de la Avenida
Camoruco, hoy Avenida Bolívar – y sobre cuya muerte violenta escribimos alguna
vez un De Profundis, tratando de poner una nota sentimental sobre la implacable
decisión demoledora de nuestro acelerado progreso urbano, que no se puede
detener. Muchas veces tenemos que hablar de estas cosas en nombre y
representación de la tradición. ¿La tradición?
Si, la tradición, que a veces pasa a convertirse en una simple palabra sin sentido, porque hasta las viejas casas solariegas, las antiguas edificaciones coloniales que tanto tienen que hacer con nuestro pasado remoto, se ven obligadas a desaparecer, para dar paso a las llamadas infraestructuras de cemento y cabilla que han venido después. El progreso, lo que llamamos el progreso, está por sobre todo. Hay que construir grandes avenidas, grandes edificios; hay que sustituir el aire puro que antes tuvimos, con el aire contaminado que nosotros mismos nos encargamos de fabricar. Si posible con el smog, que es la máxima expresión de progreso de los tiempos que corren. El smog, que es el signo fatídico de una civilización que no tiene paz con el pasado y que contorsiona el presente para abrirse paso hacia el porvenir. Esa civilización distorsionante la hemos empezado a vivir en Valencia, y en nombre de ella, y como homenaje a ella, aceptamos la demolición de no pocas edificaciones urbanas, que por respeto a la tradición, deberíamos conservar y cuidar.
Si, la tradición, que a veces pasa a convertirse en una simple palabra sin sentido, porque hasta las viejas casas solariegas, las antiguas edificaciones coloniales que tanto tienen que hacer con nuestro pasado remoto, se ven obligadas a desaparecer, para dar paso a las llamadas infraestructuras de cemento y cabilla que han venido después. El progreso, lo que llamamos el progreso, está por sobre todo. Hay que construir grandes avenidas, grandes edificios; hay que sustituir el aire puro que antes tuvimos, con el aire contaminado que nosotros mismos nos encargamos de fabricar. Si posible con el smog, que es la máxima expresión de progreso de los tiempos que corren. El smog, que es el signo fatídico de una civilización que no tiene paz con el pasado y que contorsiona el presente para abrirse paso hacia el porvenir. Esa civilización distorsionante la hemos empezado a vivir en Valencia, y en nombre de ella, y como homenaje a ella, aceptamos la demolición de no pocas edificaciones urbanas, que por respeto a la tradición, deberíamos conservar y cuidar.
Con los árboles de Camoruco, pasó una cosa parecida, mucho antes de que
se pensara en el ensanche de la avenida, se inició la destrucción de ellos.
Caobos, cedros, camorucos, mangos y apamates, formaban una sombra compacta de
lado y lado de la avenida se alzaban con vigorosa majestad. En cierta época del
año, los apamates se cubrían de flores y cuando éstas caían sobre el pavimento, formaban una alfombra de vivos colores, como
un espléndido regalo para los ojos de las gentes que pasaban por allí. Alguna
vez, al celebrarse un mitin en el circo Arenas de Valencia, había unos apamates
llenos de macetas de flores, del lado de la calle, que se veían desde el
redondel. El poeta Andrés Eloy Blanco que intervino en ese mitin, empezó su
discurso con la siguiente observación:
-
Esos
apamates floridos, que se asoman por sobre las paredes de este circo, y que
estamos viendo desde aquí, también han venido a presenciar este mitin… (Los aplausos ahogaban la voz del orador)
Un día, desafortunadamente, casi todos los árboles de la avenida
amanecieron con una marca roja sobre el tronco, en señal de que iban a ser
cortados por disposición superior. Y en efecto empezó el hacha oficial a
derribarlos. La orden había sido dada por el presidente del Estado, y como
estábamos en plena dictadura, nadie se atrevía a protestar.
II
Todo indicaba que los árboles de la Avenida Camoruco, estaban condenados
a desaparecer, en medio de la protesta muda de los habitantes de la ciudad.
Pero nadie se atrevía a meterle el cascabel al gato. Se sabía que se trataba de
una orden del gobernador del Estado y esa orden había que cumplirla por sobre
toda otra conveniencia. Una orden fatal. Nadie decía ni una palabra. El
silencio generalizado de todos venía a ser en este caso una especie de
complicidad manifiesta con el crimen que se estaba cometiendo. El hacha oficial
seguía haciendo de las suyas.
Sin embargo, la Sociedad Amigos de Valencia decidió ¡por fin! Salir en
defensa de los árboles. Se solicitó una audiencia con el gobernador del Estado
para tratarle este asunto, a través de una comisión especial nombrada al
efecto. Nosotros formamos parte de ella. El primer magistrado regional, fue
terminante:
-
Esos
árboles están viejos, son un peligro y hay que cortarlos. Además, como se van a
reformar las aceras, son un estorbo. ¡No hay más remedio!.
-
Mire,
gobernador, es posible que algunos estén un poco deteriorados; pero otros no.
Además, donde se corte alguno, hay que dejar espacio para sembrar otro.
-
Nada de
eso. ¡No sean románticos! Si sembramos nuevos árboles ahora, es para que otro
gobernador que venga dentro de diez o quince años, tenga también que cortarlos.
Esa era la actitud del señor gobernador regional ante el requerimiento
nuestro. No obstante eso, seguimos insistiendo, y hasta elevamos el asunto a
conocimiento del Ministerio de Agricultura y Cría y finalmente Ministerio de la
Defensa. Además, el corresponsal del diario ¨El Nacional¨ de Caracas envió una
nota muy alarmante, que terminaba diciendo: ¨con el corte de los árboles de
Camoruco, se ha empezado a sentir una ola de calor por la extensa avenida¨.
Este corresponsal de ¨El Nacional¨ tuvo que esconderse. Había sido dada
una orden de la policía para detenerlo, por falta de respeto a la autoridad y
porque nadie estaba facultado para contrariar lo que ya había sido dispuesto.
Un incidente inesperado, vino a agravar el asunto y a la vez a contribuir a resolverlo: en esos días se
fugaron varios enajenados del Hospital Siquiátrico de Bárbula. Enrique Bernardo
Núñez, que era celoso defensor de los recursos naturales renovables, comentó
con incisiva ironía en su columna ¨Signos en el Tiempo¨ lo que estaba
ocurriendo en Valencia, asociando una cosa con la otra. Registró las dos
noticias: la tala de los árboles y la fuga de los enajenados, y terminó
diciendo: ¨Ya nos explicamos lo que está pasando en Carabobo: quienes están
cortando los árboles de Camoruco, son los locos de Bárbula¨.
Ardió Troya. El gobernador montó en cólera. No podía tolerar que le
dijeran loco; pero en ese momento intervino el Ministro de la Defensa y la
situación sufrió un cambio. Se logró que en la construcción de las nuevas
aceras, se dejaran huecos suficientes, en doble cantidad que antes, para
sembrar nuevos árboles. La Sociedad Amigos de Valencia, que disponía entonces
de un agrónomo a su servicio y que tenía en sus manos en esos momentos una
campaña de reforestación de las inmediaciones de la ciudad, procedió con la
celeridad del caso a plantar algunas especies autóctonas, previamente
seleccionadas. Esto trajo consigo un
nuevo inconveniente: el gobernador no quería esas especies criollas; quería
sembrar álamos, que en esos días estaban de moda en Caracas. Estos álamos
importados, sin embargo, iban a ser un fracaso, tanto en Caracas como en
Valencia. Mientras tanto, había que resignarse. El gobernador llamó al agrónomo
de la Sociedad Amigos de Valencia y le ordenó arrancar de inmediato las
especies recién sembradas, con la advertencia que si no lo hacía, sufriría las
consecuencias. Ya él había decidido que en la avenida principal de la capital
de Carabobo, no hubiera sino álamos.
Esta siembra de álamos era absurda, pero no tuvimos más remedio que
aceptarla. Por algún tiempo la avenida Camoruco de Valencia iba a estar
adornada con las débiles ramas de unos árboles raquíticos y enfermos, que se
fueron muriendo lentamente como flores de invernadero.
El primer magistrado regional había sido complacido.
III
Ya hemos visto como los árboles de la avenida Camoruco estaban
condenados a morir. Tenían que pagar con
la vida los servicios de embellecimiento y purificación del aire, que le habían
venido prestando a la ciudad. Habían servido, además, para cobijar con su
sombra a las innumerables damas valencianas que por las tardes, y también en
horas de la noche, se sentaban debajo de esos árboles, colocando sillas sobre
las aceras, para recrearse con el paso de las gentes que traficaban por allí.
Viendo pasar los automóviles, el tranvía, los peatones, los jinetes y, de
cuando en cuando, alguna vieja carreta rechinante que aún se atrevía a desafiar
el progreso urbano, en nombre de una tradición secular. El último carretero fue
Mantequilla, un bohemio trashumante, que algunas veces se quedaba dormido al
lado del caballo que tiraba su carreta, aparentemente tan bohemio y tan
tranquilo como él.
El furor arboricida del penúltimo de la dictadura, se había atenuado, por
fortuna, con la intervención del Ministerio de la Defensa a que hacíamos
referencia en nuestra columna anterior.
El corte de los árboles de Camoruco se vio de pronto reducido a un
límite relativamente razonable. Ya no se
consideraba necesario cortarlos todos. Podían quedar algunos de ellos para
satisfacer las exigencias de la Sociedad
Amigos de Valencia. La avenida podía conservar así, a duras penas, parte de su antiguo esplendor. Ya no habría que decir que los locos fugados de Bárbula estaban cortando los árboles de Valencia.
Amigos de Valencia. La avenida podía conservar así, a duras penas, parte de su antiguo esplendor. Ya no habría que decir que los locos fugados de Bárbula estaban cortando los árboles de Valencia.
Sin embargo, el progreso es el progreso: muy pronto iba a surgir la idea
de ensanchar la avenida y ya ninguno de estos viejos árboles de Camoruco
podrían quedar en pie. A estas alturas ya el instrumento demoledor no fue el
hacha, sino los pesados tractores del Ministerio de Obras Públicas, que
implacablemente los van sacando de raíz uno a uno, mientras crujían las
ramazones bajo las despiadadas orugas, en un mínimo recurso de protesta contra
el progreso invasor. La tortura de estos viejos árboles ciudadanos, era un
obligado tributo al reinado del cemento y la cabilla, que caracterizan el
progreso de nuestro tiempo. Los llamados recursos naturales renovables se
tienen que apartar.
Hubo, no obstante una esperanza. Se pensó que el centro de la gran
avenida, podría ser reservado para sembrar allí nuevos árboles. Esto era de
esperarse. La ciudad necesitaba de sus pulmones verdes para vivir y respirar.
El mejor amigo del hombre tanto en la ciudad como en el campo, es el árbol. No
es necesario ser un panteísta para admitir que esto es así. Pero los encargados
de la ejecución de estas obras pensaron de otro modo: se limitaron a dejar una
franja central para la siembre de grama o flores, con tan mala suerte, que esta
franja quedó situada sobre el viejo macadan, con un mínimo de espesor, y el
relleno fue completado a base de cascajo y desperdicios, donde las flores y la
grama no pudieron prosperar. La voz de
alarma vendría después. Esta ocurrencia fraudulenta, tuvo que ser revisada
cuando la prensa la denunció, y fue entonces cuando se logró un ligero
mejoramiento vegetal de la avenida, que está muy lejos de ser lo que todos
habríamos deseado ver allí. Esto no
puede compensar, ni remotamente, la pérdida que tuvo la ciudad con la
eliminación de los viejos árboles, que en otro tiempo fueron un encanto para
propios y extraños.
Lo mejor en este caso hubiera sido hacer una nueva siembra de árboles
por el centro de la avenida, similar a la que se hizo desde la Urbanización Las
Acacias hasta la Granja Salesiana. Una gran atracción para la vista y también
para el sistema respiratorio de los habitantes de la ciudad.
IV
En Valencia, como en todas partes, ha habido siempre enemigos, pero
también ha habido amigos de los árboles. Nos referimos a los personeros del
sector oficial. Durante el primer gobierno de Acción de Democrática, después
del golpe militar del 18 de octubre de 1945, tuvimos un prefecto del Distrito
que se preocupó por los árboles: Fernando Ortega. Una cosa curiosa, y a la vez
hermosa: un prefecto de Distrito preocupado por el problema forestal de la
ciudad. El fue el que sembró los árboles de la avenida Lisandro Alvarado, hasta
el cementerio. Y pocos años después, durante el gobierno del general Marco
Pérez Jiménez tuvimos un gobernador anmiado por la misma idea defensiva de
nuestros recursos naturales renovables: Don Ramón Ruíz Miranda. Un hombre
bondadoso y afable, que a pesar de las circunstancias entonces imperantes,
logró hacer un gobierno de una relativa ecuanimidad. Don Ramón Ruíz Miranda fue
quién sembró esa hilera de caobos que hoy podemos ver y admirar a ambos lados
de la carretera de Los Guayos y Valencia. Allí quedo tatuado su recuerdo sobre
un vivo y fresco testimonio de la propia naturaleza.
Otro de nuestros hombres preocupados por los árboles urbanos, ya no en
el plano oficial sino desde las filas del sector privado, porque nunca ha
desempeñado funciones públicas que le hayan permitido una acción forestal
decisiva, es el profesor José Saer D´Heguert, cuyos amplios conocimientos
botánicos no se han sabido aprovechar. Se trata del decano de los
conservacionistas de Venezuela de la Escuela de Pittier, que ha realizado
estudios muy valiosos sobre la flora venezolana, uno de ellos, tal vez el más
reciente sobre la planta Carabobo, de donde se origina el nombre de nuestro
campo inmortal. Una planta ornamental, rupestre, perteneciente a la familia de
las ciclantáceas, propia del sitio donde se libró la célebre batalla. El
profesor Saer D´Heguert fue quién recomendó la plantación de caobos a lo largo
de la Avenida Bolívar de Valencia, desde Las Acacias hasta la Granja Salesiana.
Aparte de esto, es un celoso defensor de nuestros ya bastante arruinados
recursos naturales renovables, tanto de Valencia, como de toda la región. Es,
sin duda alguna, en definitiva, nuestra máxima autoridad en esta materia.
Valga esta oportunidad para recordar al hombre que mayor empeño ha
puesto en los últimos treinta años por el logro de una cabal reforestación de
Valencia y sus inmediaciones, el Doctor Arturo Trejos, ingeniero forestal
costarricense, que trabajó durante largo tiempo al servicio de la Sociedad
Amigos de Valencia, cuando esta institución tenía a su cargo una activa campaña
de reforestación financiada por el Ministerio de Agricultura y Cría, el
Ejecutivo del Estado y la Municipalidad de Valencia, a un costo mensual de
cinco mil bolívares , así: tres mil el Ministerio, mil el Ejecutivo y mil el
Concejo Municipal. La Sociedad llegó a tener su propio vivero: primero en
Bárbula y después en Los Taladros. Se repartían plantas en toda la zona y hasta
se regalaban para los Estados vecinos. El Doctor Trejos llegó a clasificar más
de sesenta especies autóctonas; sembró algunas de esas especies en los cerros,
vecinos, especialmente en el cerro La Guacamaya, de donde logró erradicar la cría de cabras.
Trabajaba día y noche con dedicación apostólica. Era un fanático de su trabajo.
Intervenía, además, con encomiable dinamismo en las tareas de prevención y
extinción de incendios. Una noche estuvo a punto de morir devorado por las
llamas en un incendio de las inmediaciones de Bárbula; se salvó milagrosamente,
cuando sus compañeros lograron rescatarlo, ya sin sentido, a costa de grandes
esfuerzos. Puede decirse, sin exagerar, que la vegetación que actualmente
existe en los cerros de Guacamaya y del Moro, es obra de la Sociedad Amigos de
Valencia, a través de este hombre extraordinario, que mientras estuvo dedicado
a esas labores, no tuvo un momento de reposo.
Cuando se logró que se hicieran algunos hoyos en las nuevas aceras de la
avenida Camoruco, gracias a la intervención del Ministerio de la Defensa, en
aquellos días en que un mandatario de la dictadura estaba empeñado en cortar
todos los árboles de esta avenida, según hemos explicado en una crónica
anterior, el doctor Trejo se las ingenió para hacer abrir dos hoyos, por cada
árbol cortado, en vez de uno, y cuando
él mismo sembró especies autóctonas – caobos, apamates, camorucos – el
magistrado lo llamó a su despacho y lo reprendió:
-
Ud. Ha cometido
un abuso. Le prohíbo, desde ahora, que me pase por la avenida Camoruco. Si lo
veo por allí lo voy a meter en la cárcel.
-
Esta muy
bien, señor Gobernador, fue la
respuesta.
Al día siguiente , el Doctor Trejos fue llamado por el Ingeniero del
Estado, quién le ordenó:
-
Hágame el
favor de arrancar inmediatamente esos árboles que Ud. Ha sembrado
inconsultamente en la avenida Camoruco. Allí se van a sembrar álamos, que es lo
que quiere el Gobernador.
-
No,
Doctor, yo no arranco árboles; yo los siembro; otros se encargarán de
arrancarlos.
-
Es un
orden, y Ud. Tiene que cumplirla
A lo que el Doctor Trejos contestó
con la más socarrona humildad:
-
Mire,
Doctor, yo no puedo cumplir esa orden suya, porque tengo otra orden que está
sobre ella, que es la del Gobernador; el me dijo que no volviera a pasar por la
avenida Camoruco y por eso no puedo ni siquiera pasar por allí.
Esta respuesta del Ingeniero agrónomo de la Sociedad Amigos de Valencia, puso fin a la intervención de esta Sociedad en el drama de los árboles de la avenida Camoruco, que como ya se ha visto, estaban condenados a desaparecer definitivamente.
El Doctor Trejos fue el primero en traer a Valencia el sombrereiro , que
con tanto éxito fue importado del Brasil por el Ministerio de Agricultura y
Cría hace aproximadamente 20 años y fue quien previó, además, el fracaso de la
Acacia de Siam, que no ha podido ser adaptada a nuestro medio.
V
El fracaso de la Acacia de Siam fue previsto por el doctor Arturo Trejos
cuando prestaba sus servicios como agrónomo en la campaña de reforestación de
la Sociedad Amigos de Valencia. Se puso entonces de moda la siembra de este
árbol exótico en las zonas residenciales de la ciudad. En la urbanización
Guaparo, por ejemplo, se hizo una plantación de acacias de Siam en la avenida
principal creándose así una frondosa
vegetación que apenas tuvo una duración quince o veinte años, que es
precisamente la duración que esta planta ha alcanzado en nuestro medio. Su
crecimiento tiene una rapidez asombrosa, lo cual no deja de ser una ventaja en
aquellos casos en que se desee cubrir en poco tiempo con árboles una zona
determinada; pero ya sabemos que toda planta que crece en forma vertiginosa,
tiene una vida efímera. Es un fenómeno natural que está a la vista de todos: el
maíz, el trigo, la caraota y otras especies semejantes, nacen y se desarrollan
de la noche a la mañana, pero tienen vida precaria. La planta de más rápido
crecimiento, es el berro: llega en veinte días a su completo desarrollo. Los
árboles longevos, en cambio, crecen con enorme lentitud: cotoperiz, el samán,
el bucare. Y así sucesivamente.
El fracasado ensayo hecho en Venezuela con la Acacia de Siam, que ha
venido siendo sembrada en todos los sitios imaginables, tanto en la montaña con
en los llanos (lo mismo la vemos en Mérida o en San Cristóbal, que en Guanare,
Barinas, Barcelona, Maturín, Ciudad Bolívar o San Fernando de Apure), nos está
diciendo que mientras no tengamos la seguridad de que algunas especies
importadas pueden aclimatarse en nuestro medio, debemos dar preferencia a
nuestras especies autóctonas, que por otra parte nos ofrecen una variedad
incomparable. Nada más bello, ni más estable, ni más atractivo para venezolanos y extranjeros, que
nuestros propios árboles.
El caso del Sombrereiro, importado del Brasil por el Ministerio de
Agricultura y Cría y traído por primera vez a Valencia por el Doctor Arturo
Trejos hace aproximadamente veinte años, es un caso muy distinto: esta planta
es tropical con carácter definitivo. Entre nosotros se da maravillosamente. Por
eso nos alegra ver que está siendo sembrado a ambos lados de la carretera
Panamericana, en la salida de la Encrucijada hacia Nirgua. Esto nos recuerda
las hermosas plantaciones de sombrereiro hechas en las márgenes de la
modernísima carretera de Río de Janeiro hasta Sao Paolo. El sombrereiro compite
allí en la decoración vegetal del paisaje, con los pinos, los eucaliptos y las
acacias.
En todo caso nosotros disponemos de una infinidad de plantas autóctonas o ya adaptadas a nuestros
climas, que no tienen nada que envidiar a otras: el caobo, el samán, el apamate,
el castaño, el cotoperiz, el camoruco, el cedro, el carabalí, el bucare, el
mango; y en palmeras, no se diga: tenemos variedades espléndidas; pero ni
siquiera la principal de ellas, y la más conocida , que es el chaguaramo, hemos
sabido aprovecharla. ¨El chaguaramo, indio desnudo y alto, nos sugiere un
cacique con su penacho¨ dice el poeta. Y el chaguaramo se dan en todos los
climas: lo mismo podemos verlo custodiando la entrada de Tucupita, que quizá
por esto mismo es una de las ciudades más bellas de Venezuela, como en el
hermosísimo bosque de Macuto, en Barquisimeto, o en cualquiera de las ciudades
de Oriente o de Occidente, ya en los llanos ya en la orilla del mar, ya en la montaña.
A propósito de la siembra de chaguaramos: en Valencia podemos observar
un espectáculo muy doloroso. Se trata de la hilera de chaguaramos sembrados en
la principal avenida lateral de la urbanización La Viña. Los constructores de
esta urbanización hicieron esta siembre por la sola necesidad de hacerla, quizá
sobre cascajos y ripios, en un terreno árido y erosionado, sin cuidarse de
preparar la tierra con el abono necesario, y allí están las pobres palmeras
raquíticas y enfermas, luchando entre la vida y la muerte, prestándole un flaco
servicio a la decoración vegetal de la urbanización. Hacen contraste con otros
chaguaramos sembrados muy de cerca de allí, en la urbanización El Viñedo, con
más sentido de responsabilidad, que lucen frondosos y alegres, bajo el cuidado y las atenciones
que toda plantación urbana debe tener.
Por lo demás, no es raro que estas cosas sucedan en Valencia, donde es
más fácil destruir o abandonar árboles, que sembrarlos y cuidarlos.
Los árboles de Valencia no han sido nunca felices; no han recibido nunca
la atención requerida. Al contrario, han estado siembre expuestos a los mayores
sacrificios. Lo sucedido con los árboles de la antigua avenida de Camoruco, no
es un caso aislado, sino la repetición histórica de otros casos semejantes.
A principios del pasado siglo, gobernaba a Valencia el doctor José
Antonio Anzola, con el cargo de Justicia Mayor. Durante su administración, se
desató sobre Valencia una terrible epidemia de fiebre, en 1802. Esto lo refiere
el historiador González Guinán, con lujo de detalles en su obra ¨Tradiciones de
mi Pueblo¨. Dice que éste era un hombre enérgico, pero desprovisto de
ilustración. La epidemia hizo grandes extragos y no había manera de conjurarla.
Numerosos ciudadanos pasaban a mejor vida y eran sepultados en el cementerio de
la Iglesia Matriz, al lado de la actual catedral. El desesperado gobernante estimó que esta
epidemia obedecía al hecho de que Valencia estaba muy enmontada; existían
muchos árboles en los fondos de las casas; era necesario hacer una tala total,
y así fue ordenado. La orden se cumplió con una rapidez asombrosa. Las hachas y
los machetes de los vecinos entraron en acción.
En muy pocos días fueron cortados todos los árboles, con excepción de un
mamón macho o mamón, que asomaba sus frondosas ramas hacia la Plaza Mayor, en
el sitio donde ahora se encuentra el edificio Libertador, parte noroeste de
nuestra moderna Plaza Bolívar. El inmueble donde estaba este árbol, que
posteriormente pasó a ser del general Juan Uslar era de un doctor Vendivoxel,
que se negó a cumplir la orden de la primera autoridad, y cuando el alto
funcionario lo llamó para increparlo, aquel le contestó con gran aplomo:
-
No señor,
yo no corto ese árbol, y me permito informarle que acabo de introducir una
acción ante el Tribunal competente contra Su Señoría, porque creo que esa orden
sobre la tala de los árboles ataca la propiedad particular y es, además en mi caso, la profanación de un objeto
sagrado.
Este alegato se basaba en el hecho de que el citado árbol estaba
¨destinado desde tiempo inmemorial a dar sus ramas para adornar anualmente, en
la Semana de la Pasión, la imagen de Jesús en el Huerto, y sus flores
perfumadas al Santísimo Sacramento¨. La acción próspero, en acatamiento al
espíritu religioso del pueblo valenciano, y el árbol fue respetado. La furia
del magistrado llegó al rojo vivo, pero ya estaba de por medio una sentencia
judicial y había que cumplirla. El resto de la ciudad, sin embargo, quedó
totalmente sin árboles.
-
Antes de
que se mueran todos los ciudadanos – pensaba el irritado gobernante – es
preferible que desaparezcan todos los árboles.
Hacía dos años, para entonces, que el barón de Humboldt , acompañado de
Bonpland, había visitado a Valencia. Se alojó en la actual Avenida Carabobo,
entra las calles Colombia y Páez, en la casa que ahora está siendo demolida
para construir el edificio de ¨El Carabobeño¨. Desde el balcón de la casa,
ambos naturalistas se habían maravillado con la lujuriosa vegetación de la
ciudad. Desde allí contemplaron el paisaje, adornado de frondosas huertas, que
lindaban con los bosques cercanos, en el verdor inmenso del valle, prolongado
hasta el horizonte.
Todavía la ciudad no llegaba al río.
Humboldt acababa de recorrer los valles de Aragua y Carabobo, siempre en
plan de observación y estudio. Andaba armado de los más modernos instrumentos
inventados hasta entonces para analizar las más variadas expresiones de la
naturaleza. Todo sitio donde llegaba, se convertía en un laboratorio. Antes de
llegar a Maracay, se detuvo en el Samán de Guere ¨Al salir del pueblo de
Turmero – dice – a una legua de distancia, se descubre un objeto que se
presenta en el horizonte como un terremontero redondeado, como un TUMULUS
cubierto de vegetación. No es una colina ni un grupo de árboles muy juntos,
sino un solo árbol, el famoso Samán de Guere, conocido en la provincia por la
enorme extensión de sus ramas. Le calcula la misma edad del famosísimo Drago de
la Orotava, que él visitó en las Islas Canarias a las puertas del siglo XIX, y
del cual dice en sus memorias: ¨Asegúrase que el tronco de este árbol, de que
se trata en varios documentos antiquísimos como indicador de los linderos de un
campo, era ya en el siglo XV como lo es hoy¨, de manera que el Samán de Guere
debe haber tenido cuando lo visitó Humboldt en 1800, más de 500 años de edad.
El sabio alemán nos habla también de otras plantas de este fértil valle, que por lo visto han
desaparecido. En nuestra próxima crónica haremos referencia a ellas.
VII
Al aproximarse a Valencia, después de haber pasado un día en Mocundo, en
la casa del Marqués del Toro, cerca de Guacara, Humboldt hace referencia a un
¨bosquecillo de palmeras que por sus aspecto y sus hojas en abanico se parecen
al Chamaeropis humilis de las cosas de Berbería¨. Los nativos llaman a esta
planta Palma de sombrero porque sus hojas son utilizadas para tejer sombreros.
El sabio agrega a renglón seguido esta curiosa observación: ¨Este pequeño palmar, cuyo follaje desecado
murmura al menor soplo de los vientos, estos camellos que pacen en la llanura,
este movimiento ondulante de los vapores sobre una tierra tortada, por el ardor
del sol, comunican al paisaje un aspecto africano¨. Los camellos a que hace
referencia, son los camellos que había traído en ese tiempo el Marqués del Toro
para hacer con ellos un ensayo de transporte de los productos agrícolas de la
región, dispuesto a aplicar luego ese mismo sistema en Barinas, si daba bueno
resultados; pero desafortunadamente no logró lo que deseaba. Los camellos no se
aclimataron y por lo tanto tuvo que prescindir de ellos. El ensayo había
fracasado.
No es extraño que Humboldt nos hable de un paisaje de aspecto africano,
porque para esa época había un espacio muy árido en la zona de de los Guayos,
en la parte recién abandonada por las aguas de la laguna, que venían bajando de
nivel desde 1726, según Manzano; lo que sí es extraño es que las palmeras que
formaban el bosquecillo que él describe desaparecieran en su totalidad, hasta
el punto que hoy no existe, que sepamos, ni un solo ejemplar en toda la zona. Seguramente
se le ocurrió a alguien, por uno de esos caprichos que nunca faltan, que las
palmeras eran un estorbo y que lo mejor era cortarlas. Y así lo hizo, sin que
nadie se opusiera. La historia de la región está llena de estos caprichos. Es
mucho más fácil acabar con los árboles que sembrarlos. Estos pueden ser
eliminados en cualquier momento, porque no hay quien los defienda, y si alguien
trata de hacerlo, es un idiota o un romántico.
Otro árbol que nos describe Humboldt, y que por lo visto también ha
desaparecido, o está reducido al mínimo, es el Árbol de la Vaca, o Palo de la
Vaca, que encontró en Bárbula. ¨Hacía ya varias semanas que había oído hablar
de cierto árbol – dice - cuyo jugo es
una leche alimenticia. Llámanle Árbol de la Vaca y asegurábasenos que los
negros de la hacienda que beben en abundancia esta leche, la miran como un
alimento saludable. Siendo acres, amargos y más o menos venenosos todos los
jugos lechosos de las plantas, pareciónos muy extraordinaria aquella
aserción. La experiencia nos probó,
durante nuestra permanencia en Bárbula, que no se nos habían exagerado las
virtudes del Árbol de la Vaca. Este hermoso árbol tiene el aspecto del Caimito.
Sus hojas oblongas, terminadas en punta, coriáceas y alternas, están marcadas
por nervaduras laterales, prominentes por debajo, y paralelas. Tienen hasta 10
pulgadas de largo. No vimos flor. El fruto es poco carnoso y contiene una nuez,
a veces dos¨. Las características que le atribuye Humboldt a la leche de este
árbol, coincide con las características de la leche de vaca; dice que él la
tomó, por la mañana y por la noche, sin experimentar ningún efecto nocivo; que
con ella se produce cuajada o queso similar al queso que da la leche; que
contiene un olor balsámico y que no se descompone; agrega algo muy interesante:
¨Nos aseguró el mayordomo de la hacienda que los esclavos engordaban
sensiblemente en la estación en el que el Palo de Vaca les provee más leche¨.
Humboldt envió a Paris dos botellas de esta leche, para su examen. No
sabemos el resultado. En todo caso, se trata de un descubrimiento
extremadamente interesante. Nosotros estamos buscando en estos momentos el
Árbol de la Vaca. Ya un vaqueano nos ofreció llevarnos al lugar donde se
encuentra. Trataremos de plantarlo en Valencia, en nuestra casa de El Trigal,
sin que esto signifique una amenaza para la Asociación de Ganaderos del Estado
Carabobo.
VIII
El árbol regional de Carabobo es el camoruco, así como el araguaney es
el árbol nacional. El camoruco está muy ligado a Valencia, porque de él se
deriva el nombre de la avenida, hasta hace poco más elegante, que ha tenido la
ciudad. Todavía se habla con orgullo de la gran avenida Camoruco, Camoruco
Nuevo y Camoruco Viejo, zona residencial por excelencia, donde las familias
adineradas de la capital de Carabobo, tuvieron su asiento. Era un timbre de
distinción y de orgullo, vivir allí. La
vegetación era exuberante. Una sombra fresca y compacta se extendía de lado y
lado, para el disfrute de todos, haciendo más suave el clima y agregando una
nota de especial encanto agreste ala natural alegría de vivir. Por la tarde, y
en las primeras horas de la noche, las familias disfrutaban de la tranquilidad
del ambiente, sentándose libremente en las aceras para ejercitar así una vieja
costumbre tradicional, que lamentablemente ya desapareció.
Entre los árboles de la gran avenida, figuraba, naturalmente, el
camoruco. Este ya casi no existe. A nivel de la calle Cedeño, en la antigua
esquina La Francia, todavía, vemos uno, que melancólicamente esta allí
esperando que continúe el ensanche de la avenida para pagar con su vida el
tributo que reclama de los árboles el progreso de la ciudad. Un día cualquiera
llegará una poderosa máquina del Ministerio de Obras Públicas y lo arrancará de
raíz; y él se irá con orgullo de haber sido el último actor y el último testigo
de una opulencia vegetal que nadie se atrevió a defender. Menos mal que en la
urbanización El Trigal, ha sido plantada una avenida de camorucos, lo que nos garantiza, por lo menos, la
conservación de la especie en el área urbana de la ciudad.
Sin embargo, el camoruco es poco decorativo. No sabemos por qué causa
fue escogido como árbol regional. Hay otros árboles que podrían ostentar con
mayor propiedad ese título. El profesor José Saer D´Heguert acaba de sugerir la
posibilidad de que el camoruco sea sustituido por el cotoperiz. (El nombre de
este árbol ha sufrido algunas variantes, pero preferimos el de COTOPERIZ, que
es el más corriente). Es innecesario insistir en advertir que el profesor Saer
D´Heguert es nuestra mayor autoridad en esta materia. Un botánico eminente. El
considera que es muy plausible la idea de que cada región mantenga el culto y
la devoción por un árbol determinado y estima que ningún árbol con mayores,
credenciales que el cotoperiz para ser elegido en símbolo del Estado Carabobo.
Excelente iniciativa: el cotoperiz es un árbol maravilloso. Su copa toma
una forma esférica que lo distingue de los demás; sus hojas son sentadas,
permanentes; su sombra compacta; su longevidad es mayor que la de cualquiera
otra especie; su fruto es agradable.
Además es autóctono, y por lo tanto está ligado a la más pura tradición
vegetal de Carabobo y en cierta forma a la tradición urbana de Valencia, donde
ha existido siempre. Todavía se habla aquí con orgullo de algunos cotoperices
famosos. Quizá el más famoso de todos fue el que existió en la Av. Bolívar,
antes Camoruco, cruce con la calle Salom, en el sitio donde fue construido el
Ateneo de Valencia. Era un árbol corpulento, con varios siglos de existencia,
que servía de techo acogedor para las personas que esperaban el tranvía que
pasaba por allí. También cobijó con su sombra algunos romances. Innumerables
parejas de enamorados tuvieron oportunidad de tejer y destejer la tela de sus
sueños bajo la sombra de este cotoperiz. Un día un jefe civil de la dictadura
lo quiso cortar. Esto sucedió a nivel de 1917. El episodio lo hemos tomado de
boca de un testigo presencial; de un testigo fehaciente, que lleva la tradición
de Valencia metida hasta en la médula de los huesos: Don Luis Taborda. Gobernaba
a Carabobo el general Emilio Fernández. Los vecinos se dieron cuenta del
bárbaro atentado y transmitieron la novedad al general Fernández, quien se
trasladó de inmediato desde el Capitolio hasta Camoruco, a pie, colérico, con
su clásico chucho en la mano, para increpar al salvaje funcionario:
-
Si usted
me toca este árbol, lo zampo a la cárcel. ¡Queda destituido!.
Y en efecto, el Jefe Civil perdió su cargo y el árbol se salvó.
El famoso cotoperiz que estaba en el cruce de la Avenida Bolívar con la
Calle Salom, donde se construyó el Ateneo de Valencia, y que se salvó del
capricho demoledor de un jefe civil gomecista, iba a morir más tarde, como
tantos otros, bajo la despiadada acción oficial.
Tuvimos otros cotoperices espléndidos: el del Padre Alfonzo, situado en
el rincón que se forma con la terminación de la calle Salom en la avenida
Montes de Oca. Se llamaba así porque el presbítero Antero Alfonzo, de gratísima
memoria para los valencianos y cuyo nombre fue dado a una de las calles de la
ciudad, vivía en ese sitio, y se sentaba con frecuencia debajo de ese hermoso
cotoperiz a dialogar con sus feligreses. Estas tertulias al aire libre tenían
la pintoresca sencillez de las cosas ingenuas. La mansedumbre del pastor se
compaginaba muy bien con la refrescante paz octaviana que se respiraba a la
sombra de este árbol centenario. Para entonces Valencia no había crecido tanto.
La circulación de vehículos era muy escasa. De cuando en cuando, algún jinete
desprevenido medía los cascos de sus cabalgaduras la longitud de la tranquila
calle. Los vecinos se acercaban al Padre Alfonzo para oir la palabra pausada y
sobria del virtuoso levita. Años más tarde, muerto el pastor, el cotoperiz
enfermó y no hubo quién tratara de salvarlo. Nadie lo cuidaba, nadie lo regaba,
y sus raíces se vieron comprimidas por el macadam vivilizador de otras manos,
menos cariñosas que las de su bondadoso amigo de todos los días, fueron
tendiendo en torno suyo. Para sustituirlo, como es de suponerse, fue sembrada
en su mismo sitio una Acacia de Siam, que pronto, habrá también de secarse, no
tanto por el abandono de los vecinos, sino por la razón ya apuntada de que esta
planta ha venido a constituir un fracaso total en nuestro medio. No dura más de
quince o veinte años, y este ciclo ya se ha cumplido o está para cumplirse.
Hubo otro cotoperiz, menos importante que los anteriores, en la esquina
del Asilo de Huérfanos, cruce de Cedeño con avenida Bolívar, en el antiguo
Parque Guzmán Blanco, donde se construyó el Liceo Pedro Gual, y otro en frente
de este mismo sitio, en la acera de La Casona, sobre la avenida Bolívar, cuyas
frondas competían airosamente con la lujuriosa vegetación de toda la zona. Pero
todos aquellos estaban condenados de antemano a desaparecer. Menos mal que
todavía nos quedan los cuatro ejemplares de la Plaza Bolívar, los de la zona
del Country Club y los de las inmediaciones de la desaparecida Fábrica de
Cemento, así como los que se encuentran dispersos dentro del macizo de frondas
del Parque Metropolitano. Hay algunos otros ejemplares en distintos sitios de
la ciudad. El más hermosos de todos, está en La Pastora.
Otro árbol señalado por el profesor Saer D´Heguert, para posible
candidato a sustituir al camoruco como Árbol Regional de Carabobo, es el bambú,
que a pesar de los embates de los incendios forestales de todos los años,
todavía adorna las inmediaciones de Valencia y otros lugares del Estado, con su
maravilloso follaje acogedor.
A propósito de esto, es bueno observar que en las regiones del sur de
Colombia, existe una variedad de bambú que podría aclimatarse aquí. Alguna vez
le proponía en presencia nuestra el doctor Enrique Tejera al embajador de
Colombia, Germán Arciniegas, que tratara de traer a Venezuela ese bambú. Es
abundantísimo en las inmediaciones de Armenia, Pereira y Manizales; en todo el
valle del Quindío. Allí se usa para cercas, para construir viviendas, para
postes; para todo. Es fuerte y resistente como la mejor de las maderas. Además,
engruesa mucho más que las especies que nosotros tenemos y se eleva a gran
altura. Su color, por lo regular es amarillo. Contribuye a decorar el paisaje
maravillosamente.
Los bambúes nuestros, por desgracia, se incendian todos los años, aún en
la puertas de las oficinas del MAC en Valencia, en la Granja Salesiana. Varias
veces lo hemos denunciado así, siempre con el deseo de que este mal se corrija,
sin haber podido lograrlo. Es increíble. No sabemos quién tiene la culpa. Por
ejemplo: las llamas de los bambúes que año tras año, y con una periodicidad
matemática, se incendian en nuestro desafortunado Parque Metropolitano, ponen
siempre una nota cárdena, trágicamente cárdena, en las afuera de la ciudad y
nadie trata de evitarlo. Esto es más bien un espectáculo. Y un poco más allá,
en las inmediaciones de Tocuyito, los restos de los bambúes que aún nos quedan,
contribuyen todos los años, en la época de verano, a alumbrar con sus llamas
crecientes la modernísima avenida que nos conduce al Campo de Carabobo.
X
La fertilidad del Valle de Valencia está demostrada en la exuberancia de
sus árboles. Ya hemos dicho que en el Parque Metropolitano existen algunos
ejemplares centenarios – ceibas, jabillos, samanes, carabalíes – que vieron al
general Páez bañándose en el río y al coronel Juan Uslar trabajando en la
construcción del puente Morillo. Aliviaron con su sombra la fatiga de las
fuerzas patriotas y hasta contribuyeron con la robustez de sus troncos a hacer
menos accesible el perímetro urbano de la ciudad para las tropas invasoras de
los días críticos de la guerra. Fueron y siguen siendo centinelas de Valencia.
Allí están, desafiando siglos, con la gravísima circunstancia de que el hombre
sigue siendo para ellos más peligrosos que los años. Más peligroso que el
tiempo. Porque el hombre es el animal más destructor que ha producido la
tierra. Todo lo destruye, inclusive los llamados recursos naturales renovables,
que para su propia vida son indispensables. Esto lo vemos fácilmente por todas
partes.
Sin embargo, existen amigos de los árboles. Los europeos, para no ir muy
lejos, han tenido que hacerse amigos de los árboles. Han tenido que seguir el
ejemplo de los orientales, que son panteístas. Cuando Europa vio que la
destrucción de la vegetación iba a causar una verdadera catástrofe, no sólo
tomó medidas para preservar los bosques existentes, sino que empezó a sembrar
árboles. Hoy se sigue allí frente a la naturaleza una política muy distinta a
la que se observó antes.
Don Luis Taborda, ese archivo viviente de Valencia que tiene mucho de
árbol, de árbol sembrado en su tierra con raíces muy hondas, nos ha contado
algo que revela la sensibilidad de un ciudadano europeo frente a un árbol de
Valencia: el Sr. Zitzen, jefe de la Estación Alemana del Ferrocarril de San
Blas, por el año 1908. Se enfermó entonces en el parque de la Estación una
hermosa ceiba; se fue poniendo triste. El señor Zitzen se alarmó, y como no
encontró aquí ninguna persona capaz de resolverle el problema, trajo de
Alemania un botánico especializado, con carácter expreso, para que examinara y
tratara esta ceiba. Este hombre pasó dieciséis días en Valencia, haciendo
pequeñas excavaciones en el tronco del árbol, examinando la composición química
del terreno, las corrientes atmosféricas, la intensidad del sol y del aire;
todos los factores que debían tomarse en cuenta para poder llegar a un
diagnóstico preciso. Todo inútilmente: la enfermedad de la ceiba había avanzado
tanto, que ya no había remedio; dijo que ésta podría sobrevivir por un término
no mayor de siete años, y la ceiba sobrevivió exactamente seis años y medio. El
señor Zitzen, no obstante, quedó satisfecho, porque había agotado todos los
recursos tratando de salvarla. Ningún venezolano hubiera sido capaz de hacer
nada semejante. Quizá el único árbol que ha sido objeto de cuidados especiales
entre nosotros, ha sido el Samán de Guere; sin embargo, hemos tenido que
resignarnos a verlo morir implacablemente sacrificado por el redondel del
cemento tendido en torno suyo. Humboldt le había calculado en 1800 una edad de
500 a 600 años; es decir la misma edad aproximada del Drago de la Orotava, en
las Islas Canarias.
Por los mismos lados de la Estación Alemania, existió en un tiempo no
lejano un pequeño bosque de mangos, con el nombre de La Manguera, a donde iban
los valencianos de paseo, especialmente los domingos. Las Hermanas del Colegio
Lourdes, llevaban sus alumnas. Y muy cerca de allí, en el empalme de la calle
Rondón con las Navas Spínola, estaba la célebre Manga Morada, refugio de
romances nocturnos.
-
Te ví en
la Manga Morada, solía decirse en forma picaresca.
Por La Pastora, en el cruce de Cedeño con Soublette, existió un frondoso
samán. Esquina del Samán, decía la gente. Allí tenía su pulpería el popular
Pumo Monasterios, había un patio de bolas y una gallera. Y los domingos de
Resurrección, era quemado en esa esquina Judas Iscariote. El Samán desapareció
y con él se fueron la tradición y el nombre. El nombre del árbol y el nombre
del pulpero.
También queremos dedicarle un recuerdo a la vieja ceiba ciudadana que
estuvo situada en la salida de Valencia hacia Puerto Cabello, muy cerca del
Polideportivo. Esa zona lleva su nombre. Se trataba de un ejemplar de tronco
abultado y redondeado como un panzudo tonel de vino generoso; con la
advertencia de que allí no se tomaba vino, sino cerveza. Los habitantes de la
ciudad acostumbrábamos frecuentar ese sitio en horas de la tarde, ansiosos de
respirar la brisa del mar que llega por la vía de La Entrada y se desparrama en
el valle de Bárbula.
Tomar una buena cerveza, al aire libe, debajo de un árbol, resulta
siempre típicamente refrescante.
Esta ceiba pagó también con su vida, un día cualquiera, el sacrificio
exigido por el progreso de la ciudad.
En el patio principal de la Casa de los Celis, podemos ver y admirar una
malagueta centenaria, que posiblemente fue sembrada allí por mano esclava. Esta
especie fue traída de Africa, donde hay una ciudad que lleva su nombre; ciudad en la cual se comerció en una
época muy anterior con la semilla de esta planta, usada por los africanos como
pimienta, para la condimentación de algunos alimentos. Una semilla muy
aromática. Sus hojas, son lo mismo. Este ejemplar que existe en la Casa de los
Celis, ha crecido en una forma extraordinaria, quizá por lo cerrado del sitio
en que se encuentra. (Esto sucede con
los árboles: cuando tienen poco espacio lateral para desarrollarse, buscan el
cielo abierto, alargan sus ramas hacia arriba, ansiosos de alcanzar el sol y el
aire). Y allí está hermoso ejemplar
antiguo, flamante, desafiando los siglos. Es muy posible que haya sido testigo
de acontecimientos heroicos; posiblemente vio entrar por la puerta principal de
la casa, en una noche memorable, los cadáveres de Cedeño y Plaza, el 24 de
junio de 1821; y posiblemente vio esa misma noche al Libertador, con la mejilla
en la mano, velando estos cadáveres ilustres. Lo decimos a conciencia de que
esta observación nuestra podría ser aventurada; pero ¿quién sería capaz de
negarla? Mientras tanto, valdría la pena intentar una investigación técnica
para determinar su edad exacta. Hoy es posible comprobar la edad de los
árboles. En la Quinta San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, ha sido comprobada
la edad de algunos viejos tamarindos que tienen más de trescientos años. Estos
tamarindos de la Quinta de San Pedro Alejandrino, presenciaron la agonía del
Libertador, y también sus exequias, en 1830.
Y a pesar del tiempo transcurrido desde entonces hasta hoy, se conservan intactos, decorando con sus ramas el paisaje de la costa, cuyo horizonte histórico se resiente todavía de una tristeza irremediable. Permanecen erguidos, como centinelas históricos, que custodian el valle.
Y a pesar del tiempo transcurrido desde entonces hasta hoy, se conservan intactos, decorando con sus ramas el paisaje de la costa, cuyo horizonte histórico se resiente todavía de una tristeza irremediable. Permanecen erguidos, como centinelas históricos, que custodian el valle.
En uno de los patios del Capitolio de Valencia, existe otro árbol muy
interesante. Se trata de un viejo níspero, que aunque no es tan antiguo como la
malagueta de la Casa de los Celis, ni tiene tanta historia como aquella, sí
viene a ser un testigo fehaciente, como dicen los juristas, de algunos hechos
menudos ocurridos en torno suyo. Está muy cerca de los locales donde hasta hace
poco funcionaron los tribunales de justicia. Debajo de sus ramas se sentaban
con frecuencia algunos abogados a dar instrucciones secretas a los testigos que
iban a declarar en juicios civiles y penales, para trazar una estrategia en
cada juicio. No se sabe cuáles eran esas instrucciones. Las ramas de este
níspero podrían saberlo, pero desafortunadamente una de las grandes diferencias
que existen entre el hombre y los árboles, es que los árboles no hablan. O si
lo hacen, nadie ha descubierto hasta ahora el secreto de escucharlos.
Cerca de allí, en la Plaza Sucre, cuando ésta fue remodelada hace
algunos años, para darle una colocación adecuada a la estatua del Mariscal y
para colocar una fuente luminosa con un mural de Braulio Salazar, se cortaron
algunos árboles. La gente, por instinto, condenó esta medida, porque según
parece, algunos de esos árboles han podido salvarse. Pero la mano oficial fue
implacable. Como sucede siempre. La opinión pública vale muy poco en estos
casos. El hacha y el machete hablan un idioma mucho más poderoso que el que se
traduce en las palabras. Su filo resulta más agudo y más penetrante que la
protesta de cualquier ciudadano airado que cometa el romántico delito de
enamorarse de un árbol, para tratar de defenderlo. No hay nada más necio, ni
más absurdo que eso… Sobre todo para la hiperestesia encopetada de algunos
funcionarios. Esto explica el desamparo vegetal de algunos de nuestros centros
urbanos. Esto explica nuestra falta de árboles.
En Valencia sobran los ejemplos por todas partes.
XII
En 1950 fue nombrado Director de Ornato Público Municipal de Valencia el
doctor Gregorio Parra Maldonado, ingeniero agrónomo muy competente. Hombre
responsable. Hizo una buena labor. Fruto de esa labor suya viene a ser la
hermosa vegetación que bordea hoy la avenida que va desde la Granja Salesiana
hasta el Club Hípico, en la urbanización Guaparo. También embelleció
considerablemente la Plaza de San Blas y la Plaza Bolívar, no sin antes haber
tenido qué vencer algunos tropiezos, porque se vio obligado a cortar algunos
árboles, sobre todo en la Plaza Bolívar, donde se encontraban algunos viejos
mangos enfermos, de ramas sarmentosas, que el único papel que cumplían era el
de estorbar el desarrollo de otros árboles. Había que cortarlos. Y así se hizo.
Algunas personas amantes de la naturaleza, quizá un poco impacientes, en
el primer momento no lo entendimos así. No estábamos conformes. Parra Maldonado
utilizó para este trabajo a un gigantón criollo; un tipo de dos metros de
altura, que parecía un centurión romano, armado de un inmenso machete casi
tan grande como él. Cada machetazo que
daba, era un acontecimiento.
La tala de estos viejos árboles inútiles de la Plaza Bolívar, debió
hacerse en altas horas de la noche. Se quería evitar cualquier interferencia.
Sin embargo, una noche nos pusimos en guardia en compañía de Don Ramón Chazzim,
hombre extremadamente celoso por todas las cosas de Valencia, para evitar que
esto siguiera sucediendo.
Cuando llegó el gigantesco samuray armado de su terrible machete, le
dijimos que no podía seguir cortando los árboles: que nosotros nos oponíamos a
eso. El alegó que tenía una orden superior y qué tenía que cumplirla. Le
pedimos entonces que se esperara un poco, mientras buscábamos al Gobernador del
Distrito (Entonces este funcionario se llamaba Gobernador, en vez de Prefecto).
Desempeñaba el cargo el coronel retirado Arturo Guerrero Niño, quién vivía en
La Pastora y allá fuimos a despertarlo. Nos acompañó hasta la Plaza y el
trabajo por esa noche quedó paralizado. Después, se harían valer las razones
técnicas para continuarlo.
Mientras tanto, ya se había formado el escándalo. La prensa local
arremetió contra el doctor Parra Maldonado, diciendo que éste, en lugar de
contribuir al embellecimiento vegetal de Valencia, lo que hacía era cortar los
árboles.
Por esos mismos días llegó a Valencia una misión comercial francesa, que
fue recibida y agasajada con un banquete en la terraza del Hotel Carabobo.
Entre los integrantes de esa misión, venía un señor de apellido Samán. Cuando
se lo presentaron a Francisco de Sales Guada, hombre de agudo ingenio y de
permanente buen humor, éste aprovechó la
ocasión para acuñar una buena anécdota. Al oír su nombre, en el momento de la
presentación, le preguntó con extrañeza:
-
¿Samán?
-
Si, Samán.
-
Bueno, mi
amigo, tenga mucho cuidado, porque si se encuentra con el doctor Parra
Maldonado, lo corta…
Hasta hace pocos años, cuando empezaba la época del verano, se reunían
en Valencia los más altos representantes de las instituciones públicas y
privadas, para considerar la necesidad de evitar incendios forestales. Se
convocaba al efecto al gobernador del Estado, al comandante de la Guarnición de
Valencia, al jefe de las Fuerzas Armadas de Cooperación, a los funcionarios del
MAC, al Obispo de la Diócesis, al presidente del Concejo Municipal; a todas las
personas representativas de las llamadas fuerzas vivas de la ciudad. Y se
pronunciaban elocuentes discursos. Pero estos discursos resultaban inflamables.
Tan pronto como terminaban aquellas célebres reuniones, empezaban a incendiarse
los cerros de Valencia.
En 1957, se celebró en esta ciudad el VI Congreso Venezolano de
Ingenieros. Fue sede de este congreso el Centro de Ingenieros de Guaparo.
Naturalmente, había en él un grupo considerable de ingenieros forestales. Un
día, o mejor, una noche, éstos celebraron la asamblea para considerar la
necesidad de la defensa de los recursos naturales renovables. Y fue cosa de
ver: si se hubiera ido la luz esa noche en el Centro de Ingenieros, no habría
hecho falta, porque tan pronto como empezó la asamblea, los cerros de las
inmediaciones se incendiaron de punta a punta y las llamas de este incendio
iluminaban el valle.
Era demostración gráfica de que los discursos de los ingenieros
forestales que estaban tratando este asunto, también, eran inflamables. Resulta
muy peligroso hablar de estas cosas en época de verano.
XIII
En el valle de Valencia abundan los mangos. El mango es una planta
relativamente nueva en nuestro país. Vino hace menos de trescientos años. ¿De
dónde procede? De la India. Fue llevado
al Brasil por los portugueses en las alboradas del siglo XVIII. Desde allí se
extendió después al resto del continente, con excelentes resultados. Es un árbol pródigo, con más de cuatrocientas
variedades diferentes, a las cuales hay que agregar ahora la proliferación de
los injertos. Los ensayos que se han venido haciendo con él, son estupendos. El
mango es universalmente conocido como la manzana de los pobres. Su fruto es
rico en vitaminas y puede comerse con toda libertad, sin ulteriores
consecuencias.
El ejemplar más hermoso de este árbol, que existe en Valencia, y quizá
en toda la región del centro de Venezuela, está en Bárbula. Fue objeto, en su
juventud, de algún percance. Sufrió un corte total de poca altura, y a
consecuencia de esto prefirió extender sus ramas en dirección horizontal, en
forma admirable, defendiéndose de ese modo de la acción de los vientos de la
región, que en cierta época del año se hacen muy intensos. Y lo más lamentable
es que este árbol maravilloso se encuentra amenazado; seriamente amenazado: la
última vez que lo vimos, observamos con dolor que estaba rodeado por las llamas
de un incendio. Ya sus contornos se han ido erosionando. La acción destructora
de los habitantes de Bárbula, que no se caracterizan precisamente por su
inclinación a la defensa de la naturaleza, lo tiene condenado a muerte.
Cierta vez llevamos a un grupo de intelectuales que habían venido de
Caracas, para que conocieran este árbol; entre ellos estaban dos altos
funcionarios de Shell, que luego vinieron con un fotógrafo, con los aparatos
angulares más modernos, para tomarle algunas fotos. No sabemos si se hizo o no algún reportaje; pero en todo caso las lentes
fotográficas captaron con toda propiedad sus aspectos más resaltantes. Había en
esto una curiosidad incontenible.
Mi esposa estuvo enamorada de ese árbol. Allá íbamos, frecuentemente, a
pasar ratos inolvidables, en compañía de algunos amigos, gozando de su sombra.
De cuando en cuando la guitarra de algún artista enredaba sus notas entre las
hojas, con la tonada de alguna canción o con la improvisada emoción lírica de
versos que recitábamos nosotros, con un sentido un tanto panteísta, evocando a
veces el Ombú de los argentinos. Un poema popular de la pampa, que dice entre
otras cosas lo siguiente:
Árbol de savia
criolla
Que abre entera su
copa
Pa dar sombra a los
viajeros
Hincha el lomo las
raíces fuera e tierra
Pa que llegue el cansao
y tome asiento.
Cuanto pájaro llega
hasta sus ramas,
Engancha entre las
hojas la vivienda:
Cada nido parece
una medalla
Que se hubiera
ganao por buen patriota…
Este mango de Bárbula, sin duda alguna, es también un buen patriota:
pero no sabemos si cualquier día de estos los locos de Bárbula, o lo que no son
locos de Bárbula, deciden eliminarlo. Se cometen tantas injusticias con los
recursos naturales renovables, tantos crímenes, que los amigos de la naturaleza
ya estamos curados de espanto. Sin embargo, ojalá que este consuetudinario
pesimismo nuestro, que nos ha engendrado la experiencia, logre cambiar en un
futuro no lejano. Parece que ¡por fin! Se está despertando en Venezuela el amor
a los árboles.
Y si ese amor no nos llega en forma espontánea, hay que imponerlo,
cueste lo que cueste, no ya como amor, propiamente dicho, sino como una
disciplina, en defensa de nuestra propia existencia y de nuestro destino de
pueblo.
XIV
La Plaza Bolívar de Valencia no es un jardín botánico. Ni podría serlo.
Pero contiene una buena muestra vegetal, digna de admiración de propios y
extraños. Además, esta plaza es una de las más bellas de Venezuela, y una de
las más llenas de tradición y de gloria. Casi tan vieja como la ciudad. Mudo
testigo de grandes acontecimientos históricos. En su variada vegetación podemos
ver entre otras plantas las siguientes: cotoperices, mamones, mangos, caimitos,
caobos, cedros, apamates, pesguas, camorucos, samanes, acacias. Alguna vez hubo
allí unas elegantes y espigadas marías, que desafortunadamente se secaron. Quizá
los dos árboles de mayor jerarquía tradicional que adornan la plaza, son el
centenario samán que está frente al Centro de Amigos, que en cierta oportunidad
estuvo a punto de ser sacrificado, y la hermosa vera que está frente al Palacio
Municipal. Esta vera no se sabe de dónde vino, porque no se trata de una
especie del valle de Valencia. La madera de este árbol es la más dura y pesada
que se conoce. Tan dura y tan pesada como el hierro. En algunos países la llaman
PALO DE ACERO. Tiene la rara propiedad de que al entrar en contacto con el
agua, se petrifica. Los palafitos que encontró Alonso de Ojeda en el Lago de
Maracaibo, posiblemente habían sido levantados sobre pilotes de vera. Los
modernos palafitos construidos en los últimos años en la bahía de Morrocoy, no
son más fuertes que aquéllos. También puede haber sido utilizado para
construcciones en el agua por nuestros abuelos caribes, guayacán, muy abundante
en el Estado Zulia y mucho más fuerte y pesado que el guayacán de los
argentinos. Ambas maderas son sencillamente formidables.
En el Valle de Valencia existe otro árbol de gran raigambre tradicional,
un poco preterido, que posiblemente tiende a acabarse: el de la lana de tambor
(BROUNA GRANDICARPA), cuya fruta lleva el nombre de Tacarigua. Se supone que
esta fruta fue la que dio el nombre a nuestro Lago y también a la principal de
las tribus encontradas allí por los conquistadores españoles del siglo XVI.
Cuando Juan de Villegas descubrió el Lago de Valencia, en el mes de diciembre
de 1547, la lana de tambor era muy abundante en sus orillas. Ha ido
desapareciendo bajo la tala, igual que muchos otros árboles. La vida de
nuestros árboles autóctonos, registra un calvario muy largo.
Sin embargo, no debemos afligirnos. En estos precisos instantes, y
coincidiendo con estas notas volanderas que hemos venido escribiendo sobre los
árboles de Valencia, se observan un despertar de la conciencia nacional en
favor de los árboles. En favor de los árboles y también de la fauna. Y esa
conciencia está siendo oficialmente impuesta desde arriba, como tenía que ser,
a base de disposiciones expresas, que nos obligan a conservar y cuidar nuestros
recursos naturales renovables; recursos que representan, de por sí, el más
inestimable tesoro de nuestro destino de pueblo. Si resucitara Humboldt, por
ejemplo, y volviera a Venezuela como vino en 1800, acompañando de Bonpland, con
su gran equipo de aparatos científicos, a investigar, como entonces, nuestra
flora y nuestra fauna, se quedaría pasmado y lleno de asombro al ver la inmensa
depredación que hemos hecho los venezolanos con los tesoros de la naturaleza;
para él resultaría inconcebible un despilfarro semejante.
Por eso es necesario que volvamos los ojos a estos recursos. En Valencia
tenemos, en este sentido, posibilidades insospechables. Si acompañamos al
Concejo Municipal de Valencia en la tarea reivindicativa, que se ha impuesto en
estos momentos, si le damos el apoyo a
las autoridades forestales: si colaboramos con los organismos oficiales y
privados en el fomento y la defensa de nuestros recursos naturales renovables,
le habremos prestado un gran servicio a Venezuela. A la Venezuela de hoy y a la
Venezuela de mañana, que tanto espera de nosotros.
Recordemos, finalmente, la sentencia de Arturo Eichler, Premio Nacional
de Conservación 1960: ¨La tala del primer árbol es el comienzo de la
civilizón. La tala del último árbol es su fín¨.
Desde niño tengo gusto por los árboles. Gracias por estas líneas descritas con habilidad poética. No faltó ver fotos, me trasladé tras su narrativa al momento, al instante. Percibí el aroma del mango, observé la floración de la ceiba. Gracias, guardaré este escrito para leerlo y releerlo.
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