domingo, 18 de agosto de 2019

10-09-89. Oración de despedida a Don Alfonso Marín, pronunciada ante su tumba por José Napoleón Oropeza


(Oración de despedida a Don Alfonso Marín, pronunciada ante su  tumba por José Napoleón Oropeza, el 10-09-89)

Para quien atraviesa el mar, el cielo y el agua se confunden: sólo se tiene conciencia de la grandeza y de la inmensidad o de la pequeñez de las manos que tocan su espuma.  Igual experiencia se sucede cuando alguien se propone contar las estrellas, no sabrá por cuál de ellas empezar.  Pero quien atraviesa el mar sabiendo que la espuma es lo más importante, puede alcanzar, a tiempo la plenitud del sabio y del poeta: ambos prefieren ver de lejos las estrellas, porque saben que el mar es la espuma, la vida, el rocío.

Quienes nos hemos detenido, en la mañana de hoy al borde de un abismo, de un hueco que dejará oír el sordo sonido más serio que oye el hombre en su viaje, como sombra, a través de la tierra que se descascara, cuando recogemos las cenizas de Alfonso Marín, el don Alfonso de la amistad, la sencillez y la sabiduría de siglos, sabremos que entregamos a la tierra las cenizas de un santo varón. Viejo, sabio y poeta, Alfonso Marín, nuestro querido don Alfonso que se nos fue volviendo viejo recogiendo caracoles, buscando pájaros salvajes, a la caza de palabras, se nos va por un rato a juntar estrellas, lejos de la espuma. Encendió las lámparas para que halláramos caminos hondos en su prosa precisa y exacta que, por igual, explicaba los misterios de la vida real que examinaba puntos de historia nacional con la sabia y exacta visión del periodista certero y agudo que fue: develaba los misterios del día y armaba rompecabezas y laberintos para dilucidar trozos de nuestro pasado como pueblo.

Fueron largos años de desvelo. Miraba las estrellas y juntaba palabras. Salía con su escopeta, que mantuvo con él por cincuenta años, cazaba mariposas, palabras, animales salvajes que después domaría. Largas horas de desvelo fueron dejando frutos que son hoy historia viva de Valencia. Ha quedado un archivo organizado, textos publicados, nacidos de sus inspiración, otros de su afán por la investigación, como los volúmenes sobre la historia de nuestro cabildo, tarea en la que, honrosamente, lo acompañamos durante diez años, al lado de nuestro siempre recordado Chun Morales, de la dulce Carmen de León Arocha. Juntos, los cuatro, descifrábamos garabatos, abreviaturas, jeroglíficos, guiados por el amigo que hoy nos dice adiós. Porque la gran tarea de don Alfonso fue procurar el trabajo bajo el signo de la comunicación, de la amistad cristalina. Así fuimos completando volúmenes mientras el continuaba acrisolando su labor de cronista hasta constituirse, hoy por hoy, en el cronista de cronistas de Venezuela, fundador de su Asociación y el más certero de los centinelas que ha tenido Valencia.

Su corazón se consagró a consolidar la labor fundadora que realizaron viejos robles valencianos en el Ateneo de Valencia. Igualmente, contribuyó a consolidar la página de opinión y editorial del diario El Carabobeño, tribuna eterna de quienes, en nuestro medio, convierten la pluma y el verbo en la única arma posible.  A la par, hombre incansable, fue contribuyendo al fortalecimiento de las instituciones que funcionaban en la Casa Páez. Lo acompañamos en aquella labor, en esos años en que juntos revisábamos viejos documentos. Fuimos miembros de su directiva en la Asociación de escritores: podemos dar fe y somos espejo viviente de ello de su extremado afán por estimular el trabajo creador en los jóvenes. Como nadie, Alfonso, el querido don Alfonso, el respetable don Alfonso, se constituyó en un guía para los jóvenes escritores y un estimulo para el trabajo ateneísta.
Transcurrieron esos años y Don Alfonso sabía que todo era espuma de mar.  ¿No lo vieron ustedes sonreír siempre, ni envanecer jamás? El llamado al trabajo, todos los días, era lo único que le importaba. Así se mantuvo hasta anteayer, cuando fue a la playa, al mar, el día que aparecieron todas las Vírgenes que se han mostrado a los cristianos sobre el agua, bajo la figura de El Valle, la Coromoto, Virgen de Regla, Caridad del Cobre: don Alfonso fue a la playa, nos cuentan. Pero yo imagino que quería ver la espuma, el momento en que la Virgen se recuesta y se convierte en luna. Fue al mar en busca de la Virgen. Ella le había dicho que lo esperaba el sábado y el sábado el rocío cubrió sus labios, empapo sus manos y nublo sus manos. Quiso la Virgen probarnos y dejarnos tan solo con la enseñanza de este hombre que fue, señores, el más fuerte de los camorucos de Valencia. Está acostado frente a nosotros uno de los más grandes humanistas que han luchado, con dignidad, bajo el cielo de Carabobo, no hay cosa más seria en el vida que el desgarre por un árbol caído y estamos enterrando a unos de los últimos viejos camorucos de nuestra ciudad. ¿Qué será de nosotros cuando solo tengamos rocío?
“ Vendrá la muerte y tendrá sus ojos
esta muerte que nos acompaña
desde el alba a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un absurdo defecto. Tus ojos
serán una palabra inútil,
un grito callado, inútil,
un grito callado, un silencio.¨

Nosotros, que nos condenamos al silencio, que rezamos por quien anteayer se llevaron las Vírgenes de agua, deseamos enterrar, en lugar de los ángeles. Nos corresponde asumir su vigilia: nos corresponde recibir su legado. Tenemos, en vez de la noción de la muerte, la sabia luz que don Alfonso dejó en Carabobo, en Venezuela. Yo trabajé diez años, al lado de este árbol centenario, cuando ya era sabio y poeta y doy fe, en nombre de quienes, como yo, tenían diecinueve años, que la prosa de don Alfonso, su palabra vital, orientadora, su vida como paradigma, hombre honesto, a toda prueba, fue el mayor acicate que tuvimos entonces. Académico a tiempo completo, poeta que tuve en la vida y en su recia voluntad el aprendizaje, supo atravesar el río y ocupar cargos públicos y servir con honestidad a toda prueba. Sabía que la sabiduría de Dios reside en la sencillez, en poseer en lugar del corazón una azucena. Pocos hombres atraviesan el mar y ganan un sitio en la historia dejando, como herencia, como escudo, el afán por el trabajo diario, la honestidad de una azucena. En estos días en que nuestro mar se ha visto turbado, en que la politiquería y la corrupción hunden las naves y tornan el azul marino en el negro de una noche que no acaba, la más leve y firme herencia que podemos recibir son estas cenizas de don Alfonso Marín, varón y caballero, venido de las montañas andinas para llenar de gloria al cielo de nuestro Carabobo. No hay valenciano que no le deba a Alfonso Marín una palabra de amistad y de aliento, una letra de esperanza, un cristal orientador sobre la base del trabajo creador.

¿Qué haremos nosotros, esta tarde, sin don Alfonso Marín, cuando acabemos de enterrar a unos de los últimos camorucos que quedaban? Debemos sepultar sus cenizas para tener conciencia del rocío. Llueve diciembre acá, sobre esta tumba, se abre un abanico de gloria y esperanza, las hojas que el viento esparce nos muestran el camino, el río. La Virgen y don Alfonso así lo han querido. Pocos hombres en la tierra son llamados don y éste era un don de Dios, de los pocos que Dios nos lega, por su bondad infinita, pero también, por su sabiduría. Si existiera el rocío  todos los días no existiría el rocío. Si todos los hombres tuvieran el don de don Alfonso, no hubiera existido don Alfonso. Pero existió: vivió a nuestro lado, y hoy, sabemos que la Virgen lo convidó a la playa y le dejó que se quedara con un poco de espuma. En vez de lágrimas al rocío y la luz que emana de su obra nos dan fuerza para llamar por su nombre a don Alfonso por toda la vida que nos queda. Porque hombres, poetas y sabios como él, corazón de azucena, palabra de cristal y fuego, son pocos los que en el mundo han sido.
Dejemos que los ángeles completen su deseo. El cielo parecía incompleto. En la tierra nos queda su pluma, su verbo. Sobre la tierra nos queda, para siempre, su rocío.

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