(Oración de despedida a Don
Alfonso Marín, pronunciada ante su tumba
por José Napoleón Oropeza, el 10-09-89)
Para quien atraviesa el mar, el
cielo y el agua se confunden: sólo se tiene conciencia de la grandeza y de la
inmensidad o de la pequeñez de las manos que tocan su espuma. Igual experiencia se sucede cuando alguien se
propone contar las estrellas, no sabrá por cuál de ellas empezar. Pero quien atraviesa el mar sabiendo que la
espuma es lo más importante, puede alcanzar, a tiempo la plenitud del sabio y
del poeta: ambos prefieren ver de lejos las estrellas, porque saben que el mar
es la espuma, la vida, el rocío.
Quienes nos hemos detenido, en la
mañana de hoy al borde de un abismo, de un hueco que dejará oír el sordo sonido
más serio que oye el hombre en su viaje, como sombra, a través de la tierra que
se descascara, cuando recogemos las cenizas de Alfonso Marín, el don Alfonso de
la amistad, la sencillez y la sabiduría de siglos, sabremos que entregamos a la
tierra las cenizas de un santo varón. Viejo, sabio y poeta, Alfonso Marín,
nuestro querido don Alfonso que se nos fue volviendo viejo recogiendo
caracoles, buscando pájaros salvajes, a la caza de palabras, se nos va por un
rato a juntar estrellas, lejos de la espuma. Encendió las lámparas para que halláramos
caminos hondos en su prosa precisa y exacta que, por igual, explicaba los
misterios de la vida real que examinaba puntos de historia nacional con la
sabia y exacta visión del periodista certero y agudo que fue: develaba los
misterios del día y armaba rompecabezas y laberintos para dilucidar trozos de
nuestro pasado como pueblo.
Fueron largos años de desvelo.
Miraba las estrellas y juntaba palabras. Salía con su escopeta, que mantuvo con
él por cincuenta años, cazaba mariposas, palabras, animales salvajes que
después domaría. Largas horas de desvelo fueron dejando frutos que son hoy historia
viva de Valencia. Ha quedado un archivo organizado, textos publicados, nacidos
de sus inspiración, otros de su afán por la investigación, como los volúmenes sobre
la historia de nuestro cabildo, tarea en la que, honrosamente, lo acompañamos
durante diez años, al lado de nuestro siempre recordado Chun Morales, de la
dulce Carmen de León Arocha. Juntos, los cuatro, descifrábamos garabatos,
abreviaturas, jeroglíficos, guiados por el amigo que hoy nos dice adiós. Porque
la gran tarea de don Alfonso fue procurar el trabajo bajo el signo de la comunicación,
de la amistad cristalina. Así fuimos completando volúmenes mientras el
continuaba acrisolando su labor de cronista hasta constituirse, hoy por hoy, en
el cronista de cronistas de Venezuela, fundador de su Asociación y el más
certero de los centinelas que ha tenido Valencia.
Su corazón se consagró a
consolidar la labor fundadora que realizaron viejos robles valencianos en el
Ateneo de Valencia. Igualmente, contribuyó a consolidar la página de opinión y
editorial del diario El Carabobeño, tribuna eterna de quienes, en nuestro
medio, convierten la pluma y el verbo en la única arma posible. A la par, hombre incansable, fue
contribuyendo al fortalecimiento de las instituciones que funcionaban en la
Casa Páez. Lo acompañamos en aquella labor, en esos años en que juntos revisábamos
viejos documentos. Fuimos miembros de su directiva en la Asociación de
escritores: podemos dar fe y somos espejo viviente de ello de su extremado afán
por estimular el trabajo creador en los jóvenes. Como nadie, Alfonso, el
querido don Alfonso, el respetable don Alfonso, se constituyó en un guía para
los jóvenes escritores y un estimulo para el trabajo ateneísta.
Transcurrieron esos años y Don
Alfonso sabía que todo era espuma de mar. ¿No lo vieron ustedes sonreír siempre, ni
envanecer jamás? El llamado al trabajo, todos los días, era lo único que le
importaba. Así se mantuvo hasta anteayer, cuando fue a la playa, al mar, el día
que aparecieron todas las Vírgenes que se han mostrado a los cristianos sobre
el agua, bajo la figura de El Valle, la Coromoto, Virgen de Regla, Caridad del
Cobre: don Alfonso fue a la playa, nos cuentan. Pero yo imagino que quería ver
la espuma, el momento en que la Virgen se recuesta y se convierte en luna. Fue
al mar en busca de la Virgen. Ella le había dicho que lo esperaba el sábado y
el sábado el rocío cubrió sus labios, empapo sus manos y nublo sus manos. Quiso
la Virgen probarnos y dejarnos tan solo con la enseñanza de este hombre que
fue, señores, el más fuerte de los camorucos de Valencia. Está acostado frente
a nosotros uno de los más grandes humanistas que han luchado, con dignidad,
bajo el cielo de Carabobo, no hay cosa más seria en el vida que el desgarre por
un árbol caído y estamos enterrando a unos de los últimos viejos camorucos de
nuestra ciudad. ¿Qué será de nosotros cuando solo tengamos rocío?
“
Vendrá la muerte y tendrá sus ojos
esta
muerte que nos acompaña
desde
el alba a la noche, insomne,
sorda,
como un viejo remordimiento
o un
absurdo defecto. Tus ojos
serán
una palabra inútil,
un
grito callado, inútil,
un
grito callado, un silencio.¨
Nosotros, que
nos condenamos al silencio, que rezamos por quien anteayer se llevaron las Vírgenes
de agua, deseamos enterrar, en lugar de los ángeles. Nos corresponde asumir su
vigilia: nos corresponde recibir su legado. Tenemos, en vez de la noción de la
muerte, la sabia luz que don Alfonso dejó en Carabobo, en Venezuela. Yo trabajé
diez años, al lado de este árbol centenario, cuando ya era sabio y poeta y doy
fe, en nombre de quienes, como yo, tenían diecinueve años, que la prosa de don
Alfonso, su palabra vital, orientadora, su vida como paradigma, hombre honesto,
a toda prueba, fue el mayor acicate que tuvimos entonces. Académico a tiempo
completo, poeta que tuve en la vida y en su recia voluntad el aprendizaje, supo
atravesar el río y ocupar cargos públicos y servir con honestidad a toda prueba.
Sabía que la sabiduría de Dios reside en la sencillez, en poseer en lugar del
corazón una azucena. Pocos hombres atraviesan el mar y ganan un sitio en la
historia dejando, como herencia, como escudo, el afán por el trabajo diario, la
honestidad de una azucena. En estos días en que nuestro mar se ha visto
turbado, en que la politiquería y la corrupción hunden las naves y tornan el
azul marino en el negro de una noche que no acaba, la más leve y firme herencia
que podemos recibir son estas cenizas de don Alfonso Marín, varón y caballero,
venido de las montañas andinas para llenar de gloria al cielo de nuestro
Carabobo. No hay valenciano que no le deba a Alfonso Marín una palabra de
amistad y de aliento, una letra de esperanza, un cristal orientador sobre la
base del trabajo creador.
¿Qué haremos
nosotros, esta tarde, sin don Alfonso Marín, cuando acabemos de enterrar a unos
de los últimos camorucos que quedaban? Debemos sepultar sus cenizas para tener
conciencia del rocío. Llueve diciembre acá, sobre esta tumba, se abre un
abanico de gloria y esperanza, las hojas que el viento esparce nos muestran el
camino, el río. La Virgen y don Alfonso así lo han querido. Pocos hombres en la
tierra son llamados don y éste era un don de Dios, de los pocos que Dios nos
lega, por su bondad infinita, pero también, por su sabiduría. Si existiera el rocío
todos los días no existiría el rocío. Si
todos los hombres tuvieran el don de don Alfonso, no hubiera existido don
Alfonso. Pero existió: vivió a nuestro lado, y hoy, sabemos que la Virgen lo
convidó a la playa y le dejó que se quedara con un poco de espuma. En vez de lágrimas
al rocío y la luz que emana de su obra nos dan fuerza para llamar por su
nombre a don Alfonso por toda la vida que nos queda. Porque hombres, poetas y
sabios como él, corazón de azucena, palabra de cristal y fuego, son pocos los
que en el mundo han sido.
Dejemos que
los ángeles completen su deseo. El cielo parecía incompleto. En la tierra nos
queda su pluma, su verbo. Sobre la tierra nos queda, para siempre, su rocío.
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