domingo, 25 de marzo de 2012

22 de Octubre de 1966. "Rafael Guerra Méndez y su tiempo"


EL CARABOBEÑO

Balcón Abierto del Cronista de la Ciudad.

Rafael Guerra Méndez y su tiempo

(En el homenaje póstumo rendido por el Concejo Municipal de Valencia a este ilustre valenciano, el 22 de Octubre de 1966)

Debo empezar agradeciendo  a la Ilustre Municipalidad de Valencia la invitación que se me ha hecho para hablar en este acto. Es ésta la primera vez que escalo esta tribuna, y me conforta y me anima saber que he venido a ella acompañado por el recuerdo de un insigne valenciano: el Dr. Rafael Guerra Méndez. Excelente oportunidad para que tratemos de ver, aunque sea por breves instantes, algunos de los rasgos más sobresalientes de su época, de su vida y de su obra.

El Dr. Guerra Méndez sigue siendo a la distancia un hombre ligado a la cultura de Carabobo; un hombre de raíces profundas. Y no debemos olvidar que aquellos hombres que se elevan sobre el nivel común, son como los árboles cuando han crecido mucho, cuando sus ramas han alcanzado proporciones muy altas, que dejan, al caer, raíces muy hondas, y esas raíces fecundan la tierra. Hablar de hombres así, resulta fácil y agradable. Es como sentarse en una tertulia de familia a comentar las cosas que pasan, para señalar lo que se ha visto, lo que se puede tocar con las manos o con el pensamiento: lo que está al alcance de todos, y a todos interesa. Es, en cierta forma, como si dentro de ese viejo fenómeno de la simpatía compartida, estuviéramos haciendo el inventario de un patrimonio espiritual nuestro, o tratando de encontrar en los valores morales que nos han antecedido, el complemento psíquico que nos falta; como si estuviéramos buscando el camino con la luz de una lámpara.

Hay hombres que aparecen de tarde en tarde, cuya vida puede servir de ejemplo: éste es uno de ellos.

Nació Guerra Méndez el 24 de mayo de 1866 y murió el 9 de mayo de 1946. Su vida abarca una parábola de ochenta años, durante los cuales ocurrieron en Venezuela acontecimientos nacionales de mucha trascendencia. El fue testigo presencial de algunos hechos, y por eso es conveniente que hoy, al asomarnos al panorama humano y espiritual de su vida, tratemos de obtener también una imagen clara, aunque esquemática, del escenario donde actúo. Una imagen conceptual de su tiempo.

Debemos observar, en primer término, que su nacimiento se produce sobre las cenizas todavía humeantes de la contienda federal. Tiene apenas un año de nacido, cuando estalla la “revolución genuina”  del general Luciano Mendoza y, muy poco tiempo después, la “revolución azul”; luego la “revolución de abril”. De este modo, sus primero años se ven iluminados y sacudidos por la llamarada y el estruendo de nuestras luchas intestinas. Es ya estudiante de bachillerato, cuando se produce en Valencia la “revolución reivindicadora” del general José Gregorio Cedeño Valera, bajo cuyo fugaz gobierno la Constituyente decreta el derribo de las estatuas de Guzmán Blanco. Triunfante Cedeño, éste llama a Guzmán, que está en Europa, para que reasuma el poder como jefe supremo de la llamada “reivindicación nacional”. Sus estatuas son restituidas.

Más tarde, en la oportunidad en que Rafael Guerra Méndez alcanza su grado de médico, el 15 de febrero de 1889, gobierna a Venezuela el Dr. Juan Pablo Rojas Paúl, y en esa misma época son derribadas nuevamente las estatuas del Ilustre Americano, esta vez con carácter definitivo. Sucede a Rojas Paúl el Dr. Raimundo Andueza Palacio, quien al final del período propugna una reforma constitucional para que este período suyo sea prorrogado a cuatro años, lo que trae como consecuencia el estallido de la “revolución legalista” del general Joaquín Crespo, contra las pretensiones continuistas de Andueza. Bajo el gobierno de Crespo, se crea la Universidad de Valencia y se inaugura el ferrocarril de Valencia a Caracas. Todo esto lo presencia el Dr. Guerra Méndez desde el plano de su más absoluta dedicación, primero sus estudios, y luego a la cátedra, al ejercicio profesional médico y a las investigaciones científicas. Más todavía: su padre, el general Pedro José Guerra Silva, había venido figurando como actor en ese inmenso drama nuestro, en las filas amarillas del partido liberal. El, en cambio, tiene ya trazado un destino distinto, y está dispuesto a cumplirlo. No se dejará tentar en ningún momento, ni por ambiciones personales, ni por los halagos de la política, ni por el contagioso espíritu de aventura que se respira por todas partes.

Guerra Méndez ha hecho sus estudios de medicina en el Colegio Carabobo, que había sido elevado a Colegio Federal de Primera Categoría por decreto del 24 de septiembre de 1883, y una vez graduado de médico, pasa a ejercer en el mismo colegio las cátedras de Anatomía, de Ciencias Naturales y de Patología Interna, y también la de Literatura. Continuará después como profesor de la Universidad de Valencia y regentará a la vez una cátedra libre de Química Médica en el Hospital Civil donde su actividad profesional habrá de ser también muy intensa.

Levantando en aquel torbellino de pasiones y de ambiciones desbocadas, que caracterizó la segunda mitad de nuestro siglo XIX, en un ambiente que olía a pólvora, tiene el suficiente cuidado de irse preparando espiritualmente para la paz, para la acción renovadora, para el entendimiento común, y hace gala en todo momento de una apasionado afán de servicio. Conservara hasta su muerte en la carpeta de su escritorio, al lado de la Plegaria de Médico y del Juramento Hipocrático, que resumen los principios fundamentales de la ética profesional médica, un ejemplar muy bien cuidado de la Doctrina Cristiana de Ripalda, que se sabía casi de memoria y que fue siempre en manos suyas un documento de primera magnitud en la formación y orientación de sus actos. Llevaba la filosofía del cristianismo hasta la médula de sus huesos.

Pasivo y pacifista, se conformará con empuñar más tarde un ardoroso foete lírico para fustigar con él a los corifeos de la violencia, que él mismo califica como “hombres sin hogar ni patria”. En efecto, en su “Canto del Arado y de la Espiga”, publicado con dos poemas más en un hermoso folleto el 24 de octubre de 1939, alude a los desmanes ocurridos en los días turbulentos de nuestro país:

Musa de la tragedia, en el proscenio
Memorizas la historia
de aquellos hombres sin hogar ni patria,
que mirando el arado con enojo,
fundaban sólo su execrable gloria
en la cruda matanza y el despojo.
hijos del odio ruín y la añagaza,
enemigos tenaces de la idea,
todo lo aplasta el golpe de su maza
o lo destruye el fuego de su tea.
beliciosos, feroces, sanguinarios,
destruir fue su destino
y escombros y cenizas y osarios
los trofeos funerarios
que señalan su lúgubre camino…
Estos versos destilan desencanto, dolor, patriotismo herido.

Sin embargo, Guerra Méndez habría de mantener, y mantuvo siempre, una serena actitud de observador frente a los avatares de nuestra accidentada vida pública. Desde un plano puramente profesional médico, hace contacto en determinadas oportunidades con algunos altos personajes de la política. Un día de 1898, por ejemplo, es llamado para que atienda al general Joaquín Crespo, que ha sufrido un acceso de pulmonía. Lo trata y lo cura. Con fecha 21 de octubre de aquel año, Crespo le envía una expresiva tarjeta de gratitud, acompañada de una bolsa de dinero para cubrir sus honorarios. Guerra Méndez le devuelve el dinero sin tocarlo y le advierte que sólo deja la tarjeta como recuerdo, pero que no puede aceptar pago alguno, porque los servicios que le prestó, fueron totalmente desinteresados.

Otro día le toca atender con algunos colegas de Valencia al general Cipriano Castro, con ocasión del percance sufrido por éste en la batalla de Tocuyito de 1899. Esto lo hace igualmente en forma desinteresada. Castro va a guardar desde entonces hacia él un señalado aprecio. Hemos visto algunas de las tarjetas de invitación que le enviaba para ciertos actos sociales; una de esas tarjetas se refiere a un baile dado por Castro en Valencia en 1890, “en obsequio – dice – de la Sociedad de Carabobo y Valencia”. Y hay una nota final que advierte: “Habrá un tren especial de ida y retorno para los invitados de Aragua y Puerto Cabello”.

Ninguna de estas amistades va a ser especulada por él con fines políticos. La vida privada sigue siendo su medio favorito. Si alguna vez acepta un nombramiento, ha de ser para ejercer funciones de carácter médico-sanitario, con la exclusiva idea de ser útil. No ocupará jamás un cargo público como burócrata, sino como hombre dotado de la sensibilidad necesaria para servir a su pueblo. Así lo vemos en el desempeño de la Inspectoría de Higiene del Estado Carabobo, desde 1906 hasta 1911, posición que aprovecha para estudiar a fondo las condiciones sanitarias de la región y para escribir su notable “Geografía Médica de Carabobo”, presentada con singular éxito al Tercer Congreso Venezolano de Medicina y saludada luego por la prensa nacional con grandes elogios.  Su actividad en ese cargo es magnífica. Se empeña, entre otras cosas, como lo apunta su biógrafo, el Dr. Fabían de Jesús Díaz, en lograr para el Hospital Civil de Valencia “un servicio de Maternidad y el establecimiento de un pequeño Anfiteatro, que sirva de centro de enseñanza de la Anatomía, sitio de ejercitación de los jóvenes cirujanos y sala de verificación de autopsias”.

Para esa época sólo había en Valencia 24 médicos residentes. Hoy en cambio, tenemos 282; es decir, diez veces más que entonces.

El único cargo ajeno a sus actividades profesionales o docentes ejercido por el Dr. Guerra Méndez, va a ser la presidencia del Concejo Municipal de Valencia, desempeñando por él entre 1894 y 1895 y a donde llega convocado como concejal suplente. Lo primero que hace al asumir sus funciones de presidente, es abocarse a la necesidad de que se tomen medidas para el ensanche urbano de Valencia. Procede  a adjudicar parcelas de terrenos al sur de la ciudad a algunos vecinos que tienen la imperiosa necesidad de construir sus viviendas allí. Vislumbra así, desde entonces, con ojos de ciudadano y de médico, el cuadro social y clínico de nuestro desarrollo.

Toca a este ilustre carabobeño, tan ligado a los intereses docentes y culturales de la ciudad, presenciar desde cerca grandes acontecimientos universitarios: el de la creación de la Universidad de Valencia por decreto del General Joaquín Crespo, el 15 de noviembre de 1892, y el de la clausura de la misma, junto con la Universidad del Zulia, por decreto del general Cipriano Castro del 20 de enero de 1904. Un alto personaje de las letras y de la política venezolana de entonces, informó al Congreso que estas dos universidades habían sido clausuradas porque en Venezuela había muchos doctores. Cuando sucedió lo primero, Guerra Méndez tenía 26 años; cuando sucedió lo segundo, tenía 38. Buenas edades ambas para sentir con enérgica profundidad la emoción de estos hechos.

Quizá por haber visto cosas tan desconcertantes como ésta de la clausura de la Universidad, fue por lo que se convirtió es un escéptico frente a los vaivenes políticos, aunque abrigando siempre en su interior sentimientos liberales y profundos.  Durante los gobiernos de Castro y Gómez, se mantuvo silencioso y discreto, refugiado en sus propias reservas. Quizá su última decepción política fue la sufrida el 27 de octubre de 1940. Se celebraron ese día elecciones para concejales y también para diputados a la Asamblea Legislativa. Era presidente del Estado el Dr. Antonio Minguett Letteron y secretario general del gobierno el Dr. Carlos Joly Zárraga. Sectores independientes habían escogido al Dr. Enrique Tejera como candidato a ocupar un modesto escaño en la Legislatura de Carabobo. Ardió Troya.  Los paniaguados del oficialismo arremetieron contra Tejera. Lo último que sucedió fue que el 26 de octubre; es decir, la víspera de las elecciones, a las seis y media de la tarde, cuando ya el proceso electoral había terminado, y cuando no había tiempo de hacer ninguna aclaratoria, circuló profusamente en Valencia una hoja impresa, contentiva de un telegrama apócrifo, como dirigido por Tejera a sus postulantes, renunciando irrevocablemente a su candidatura. Una infamia.

Esta incalificable irreverencia contra su ilustre colega, la comentaba el Dr. Guerra Méndez con justificada acritud.

Revisando sus viejos papeles, nos ha llamado la atención entre sus obras inéditas un trabajo suyo titulado “Raza Americana” escrito en 1903. Utiliza aquí un lenguaje rigurosamente técnico, como si quien hablara fuera un hombre especializado en antropología. Todo para sustentar y defender la tesis de la universalidad del origen del hombre americano. La copiosa bibliografía consultada por él, nos da también una idea de su capacidad de investigador y nos confirma la seguridad de que fue un hombre sumamente estudioso.

En todo caso, el campo médico es su campo. Funda en 1891, en compañía de los doctores Luis Pérez Carreño, Alejo Zuloaga y Manuel Quintana, y del odontólogo Luis María Cotton, una clínica para Niños Pobres, teniendo el buen cuidado de instalarla en la esquina de San Francisco, donde hoy se encuentra el edificio Guacamaya; es decir muy cerca de la Universidad, para que los estudiantes de medicina se vayan interesando en el servicio asistencial dispensando en ella.  Esta clínica viene a ser a un tiempo mismo centro asistencial y gimnasio de estudio: no sólo habrá de atenderse a los niños, desde el punto de vista clínico, examinándolos, recetándolos y hasta alimentándolos, sino que se establece un palenque de discusiones mediantes conferencia de carácter contradictorio. El principal animador de estas conferencias es el propio Dr. Guerra Méndez. La institución dura siete años, siendo clausurada por razones de fuerza mayor en 1898, con ocasión de la peste de la viruela que azotó la ciudad.

En estas cosas el Dr. Guerra Méndez es un hombre incansable: miembro fundador de la Sociedad de Médicos Conferencistas del Hospital de la Caridad y fundador y propulsor de otras instituciones de servicio, -Sociedad Mutuo Auxilio, Sociedad Mutuo Amparo, Sociedad Mutuo Socorro de Acción Humana- . En esta última comparte durante largos años sus tareas de bien público con otro destacado filántropo valenciano: Don Ricardo Montenegro. También interviene en la fundación de algunas instituciones culturales, como el Ateneo de Valencia, en 1936.

Otro campo de acción humana donde el Dr. Guerra Méndez viene a desarrollar una labor excepcionalmente útil, es la lucha contra el paludismo. Es el primero en aplicar en Carabobo por vía hipodérmica las sales de quinina. Hace un estudio exhaustivo del flagelo en el Estado Carabobo. Acusa un total de 1.250 defunciones en 1904 por esta causa y en su desesperado empeño por contribuir a la solución del problema, elabora y da a la publicidad una serie de normas higiénicas, con el nombre de “Decálogo del Viajero”, donde condensa con bastante exactitud las medidas que debían aplicarse en aquellos momentos para prevenir el terrible mal. Se destaca así como uno de los precursores de la lucha antimalárica de nuestro país. Lamentablemente, no alcanzó a ver el triunfo de esa lucha. Ni siquiera pudo darse cuenta de los resultados obtenidos con la primera fumigación de DDT, hecha en la población carabobeña de Morón el 2 de Diciembre de 1945. Su muerte estaba cerca.

Los numerosos trabajos hechos por él, casi todos inéditos, sobre cuestiones sanitarias e higiénicas, estudios botánicos y geográficos de Carabobo, investigaciones filológicas, indigenistas, poesías y ensayos históricos, así como su archivo personal, sus cartas, sus títulos, sus apuntes, sus galardones y una infinidad de fotografías y de recortes de periódicos, permanecen amorosamente guardados y custodiados por el celo vigilante de su hija Lita Guerra, que tiene por todos estos documentos una especie de veneración religiosa, mezcla de admiración y afecto. Ver estas cosas, es realizar un viaje a través de la vida y obra del Dr. Guerra Méndez, hasta en sus más mínimos detalles.

En reconocimiento a su aporte a las ciencias médicas venezolanas, Guerra Méndez fue designado Miembro Correspondiente Nacional de la Academia de Medicina el 18 de mayo de 1905, en compañía de otras dos notables figuras científicas de Carabobo: Luis Pérez Carreño y Atilano Vizcarrondo.

Desafortunadamente, la capacidad de trabajo de este ilustre carabobeño recibe un fuerte revés en 1913, cuando una verdadera hecatombe física le paraliza sus dos piernas. Desde  ese momento va a ser prisionero de su propio destino dentro de los estrechos contornos de su casa. Es ésta una prueba dura para su temple de patriota. No podrá continuar con igual actividad la obra social médica que ha venido realizando. Sin embargo, desde su silla de inválido seguirá atendiendo a sus pacientes, a quienes antes visitaba en sus casas como médico de familia. Le interesa, por sobre todo, la atención a los pobres y a los niños. Su tarifa de honorario es irrisoria: Bs. 4,00 por consulta; a los pobres de solemnidad no les cobrará nunca. Al contrario, les dará las medicinas o el dinero para comprarlas. Ya se sabe, además, que por recetar a los niños, tampoco cobra nunca, sean ricos o pobres. Así lo prometió recién graduado y durante más de cincuenta años de ejercicio profesional, cumplió al pie de la letra esta promesa. Su misión, respecto a los niños, responde a un interés mucho más alto. De los 45 pacientes que atiende diariamente como promedio, la mayor parte son pobres; la mitad, son niños.

Aprovecha por otra parte su invalidez para dedicarse a la lectura. Lee libros de ciencia, de historia, de literatura, lo mismo periódicos y revistas. Lee siempre. Y esta actividad intelectual suya viene a ser una válvula de escape para el desahogo de su angustia.

Cuando lo visitamos por primera vez en 1940, Valencia es una ciudad muy distinta a la que vemos hoy. Para darnos cuenta de la lentitud de su crecimiento de entonces y del auge vertiginoso que obtuvo después, bastaría con observar el resultado de los últimos censos. En el de 1936, los municipios urbanos de la capital de Carabobo arrojaron 49.214 habitantes; cinco años después, en el censo de 1941, el resultado fue de 54.749; es decir, 5.535 de aumento, que equivale a 1.100 habitantes por año. En cambio para el censo de 1950, tenemos 88.701 habitantes: 33.905 habitantes en nueve años; o, lo que es lo mismo: un aumento que se aproxima a los 4.000 habitantes por año; y finalmente, en 1961, el censo acusa una población de 155.985 habitantes, lo que significa un aumento de 67.284 en once años; o sea que durante el tiempo transcurrido entre estos dos últimos censos, se observa una tasa de crecimiento superior a los seis mil habitantes por año.

Existen todavía para entonces algunas características tradicionales que  hemos ido perdiendo luego bajo el empuje arrollador de nuestro crecimiento industrial y demográfico. La ciudad de entonces calma su sed con el viejo acueducto que le había construido Guzmán Blanco. Sus condiciones sanitarias son deplorables. No se ha emprendido todavía con seriedad la revisión y construcción de sus cloacas; las aguas de los albañales de las casas corren libremente por las calles, existen serias enfermedades intestinales de origen hídrico; la tuberculosis, sobre todo, campea por sus fueros; hay un índice de mortalidad más elevado que en cualquier parte; Valencia ocupa el segundo puesto en tuberculosis en Suramérica; el primero le toca a Guayaquil, Ecuador, la gente del pueblo dice con un sentido gráfico de la realidad que lo rodea, que los obreros de Valencia dejan pegados sus pulmones en los telares de las fábricas. Existe ya, sin embargo, el Dispensario Antituberculoso fundado en enero de 1937 por los doctores Carlos Ortega Gragirena y Víctor Yéspica. Luego vendrá la creación del Comité de Defensa Antituberculosa de Carabobo – DAC- nombre sugerido por José Rafael Pocaterra. Y nace, además, en esos mismos días, la campaña a favor del nuevo hospital. El viejo hospital es estrecho, anticuado, insuficiente. “Valencia necesita un hospital”, es la consigna. Y esta consigna aparece todos los días en los periódicos, en la radio, en las paredes de las casas, en los vehículos de transporte urbano, en los salones de cine; en todas partes.

En cuanto a las costumbres, la diferencia también es notable. No ha llegado  la moda de las urbanizaciones. Existe en la ciudad cierto ambiente pueblerino, lleno de ingenuidad y de encanto. Las muchachas, por las tardes, se acicalan y se asoman a la ventana; allí, al amparo de los coloquios vespertinos, florecen algunos romances; o se pasean por las calles de la ciudad, especialmente por la avenida Camoruco.  Las señoras, por su parte, sacan sillas para sentarse en las aceras a observar la gente que pasa y a recibir el ceremonioso saludo de algunos transeúntes. De cuando en cuando, algún jinete alegra la calle. Los tranvías van y vienen repletos de gentes de todas las edades. Cuatro vías férreas convergen a la Plaza Bolívar: la de Camoruco, la de la Pastora, la del Palotal y la de San Blas. El Teatro Municipal se utiliza como cine. Menudean las tertulias en la Plaza Bolívar, en el bar restaurant Madrid, en el botiquín de Marciano.

La atención cultural se concentra en el Ateneo. Este presenta en su viejo rincón de la Calle Paéz, conferencias y recitales, exposiciones y conciertos; actos diversos. Tiene dos vecinos inmediatos que, aunque incómodos para él, aparentemente no le causan ninguna molestia: de un lado, el cuartel de la policía; en frente, la tenebrosa visión de una agencia funeraria. La música que sale por las ventanas del Ateneo, llega hasta las urnas. Un poco más allá, el viejo reloj de la catedral va cantando y contando las horas, con la monótona puntualidad de una noria.

Circulan tres periódicos en Valencia: “El Carabobeño”, “El Cronista” y “Aborigen”. Algunos otros nacen y desaparecen, o circulan en forma irregular.  Surge en esos días un grupo literario y artístico muy entusiasta: El Grupo Estudios, fundado por Pedro Francisco Lizardo y Braulio Salazar y que precisamente lleva ese nombre por haber sido fundado en el pequeño taller de pintura de este último. Este grupo crea una peña literaria en el Ateneo y promueve a la vez la publicación de algunas obras, iniciándolas con los poemarios “Comarca de Amor” de Pedro Francisco Lizardo y “Avenida sin árboles” de Rafael Ramón Aguiar. El Ateneo, por su parte impulsa una iniciativa similar, publicando “Fragua”, de Felipe Herrera Vial, en 1938; “Canción del Agua Clara” de Pedro Francisco Lizardo, en 1939, y “Lampos y Brumas” de Manuel Alcázar en 1940. Este último libro del poeta Alcázar, está dedicado a Luisa Galíndez. María Clemencia Camarán ha dejado a un lado los versos para dedicarse a vigilar y defender los intereses de los trabajadores; La Madriz pinta sus Cabriales y Luis Eduardo Chávez sus Girasoles, mientras que Braulio Salazar, entonces imberbe, lleva al lienzo las figuras de Manuel Alcázar, de Sebastián Echeverría Lozano y del Dr. Rafael Guerra Méndez; un antiguo profesor de arte de la Universidad de Barcelona, el Dr. José Lino Vaamonde, perteneciente a las diáspora de la España peregrina; pontifica en el Ateneo y cree en nuestros pintores jóvenes; cree, sobre todo, en Braulio Salazar; Fray Luis de Barramedas recita sus versos por la radio; la buena música está en manos del maestro Echeverría, de Luis López y de Francisco Esteban Caballero; Manuel Feo La Cruz comparte su afición literaria con sus actividades docentes; Eduardo Herrera escribe buenos versos; Arturo Castrillo se regodea con el recuerdo  de sus viejos compañeros Baltazar Vallenilla Lanz y José Rafael Pocaterra y se dispone a recoger sus cuentos en “Garúas de Enero”; Don Aquiles Zorda pasea su serena ancianidad por las calles de Valencia, llevando bajo el brazo su libro de crónicas añejas, “Viendo Pasar los Años”, que acaba de salir de los talleres de “El Cronista”; de cuando en cuando Ponce Bello sacude el ambiente literario con la detonante retórica de sus versos con la sonora arrogancia de algún discurso de ocasión; Luis Guevara canta a Valencia y a la vez escribe romances de goloso sabor hispano; Enrique Groscors hijo asoma con gran vigor sus garras de cachorro; Miguel González y Pérez se entretiene cultivando el músculo de los niños; Alfonso Gutiérrez Betancourt ha cambiado la miel de sus versos por la miel de las abejas; Monseñor Rafael Antonio Torres Coronel despierta y entretiene a sus feligreses con sus charlas radiales de las seis de la mañana; Monseñor Gregorio Adam se complace en conversar por las noches con sus amigos en la puerta del Palacio Episcopal; Luis Colmenares Días escribe sus primeros ensayos; Rafael Zerpa se asoma ya a las páginas de los periódicos locales y de Caracas para pregonar con alta voz las necesidades más urgentes de Valencia; Luis Augusto Nuñez hace crónicas “De Norte a Sur” y sueña ya con la publicación de su “Génesis y Evolución de la Cultura de Carabobo”.

En fin: Valencia, con todas estas cosas, sigue siendo Valencia. Y allá en la Candelaria, reducido a su silla de inválido, el viejo Guerra Méndez continua soñando y trabajando; continua leyendo y escribiendo versos y esperando las visitas de sus amigos para charlar con ellos sobre temas diversos. Se preocupa por mantenerse en contacto con la juventud, como queriendo buscar en las ramas jóvenes los mejores frutos de su huerta. Y vive y practica así con el afectuoso ejercicio de esta actividad amistosa suya, aquella consigna que el general Páez hizo grabar alguna vez en el frente de su casa: “La vista  de un amigo refresca como el rocío de la mañana”.

Pero no es esto solo: Guerra Méndez viene a ser a un tiempo mismo receptáculo y fuente de noticias. Está al tanto de todo; comenta con igual propiedad los sucesos corrientes del día; como los acontecimientos políticos, o el movimiento literario y artístico. Es un interlocutor admirable. Con razón decía alguna vez el Dr. Víctor M. Ovalles en “El Cronista”, al hablar de sus impresiones de Valencia, el 27 de agosto de 1921: “El Dr. Guerra Méndez habla con la expedición del hombre que domina los temas. Oyéndolo conversar nos dimos cuenta de su intensa cultura científica”, y más adelante agrega: “Es una especie de enciclopedia médica viviente”.

Lo mismo pasa en el aspecto literario. Comenta la obra de los grandes poetas, con la propiedad de quien se siente familiarizado con ellos. Tiene saludable manía de analizar y comparar algunos versos. Nos dice, por ejemplo:
-          Darío fue un verdadero maestro cuando dijo tal cosa. Este soneto de Lugones me gusta más que este otro de Guillermo Valencia. Chocano y Amado Nervo son dos poetas muy distintos, pero en tales poemas han coincidido en esto. Me parece genial José Asunción Silva cuando interroga el infinito a través de las estrellas:

Estrellas, luces pensativas;
Estrellas, pupilas inciertas;
¿por qué os calláis si estáis vivas?
Y ¿por qué alumbráis si estáis muertas?

Y así sucesivamente.

Se regocija en recitar también sus propios versos. No es un declamador, desde luego, pero lo hace con cierta gracia. Y sus versos tienen un valor específico. Ha conquistado con ellos varios galardones literarios: Lira de Oro en 1910, con ocasión de la coronación de la Virgen del Socorro, con su célebre poema “Madre Mía del Socorro”; Violeta de Plata en los Juegos Florales de Ciudad Bolívar en 1823, con su soneta “Guayana”; primer accésit con su soneto “A Bolívar”, en un concurso promovido en 1930, para conmemorar el primer centenario de la muerte del Libertador.

Cuando le sobrevino la muerte en 1946, estaba a punto de ser nombrado Cronista Oficial de la Ciudad de Valencia. Era el candidato ya aceptado para cubrir ese cargo. Por una diferencia de tres días no recibió su nombramiento. (En lugar suyo fue nombrado su hijo, Rafael Saturno Guerra, quien ha desempeñado brillantemente este cargo)

Guerra Méndez no pensó nunca en salir de Valencia, ni antes de su invalidez, ni mucho menos después de ella. Consagró su vida al afán amoroso de servirla y dejó huella indeleble en los anales científicos y culturales de Carabobo, prolongando, además, en sus hijos, el ejercicio profesional médico, la afición a la historia y, como un desdoblamiento natural de su sensibilidad artística, la disciplina temperamental y creadora de las artes plásticas. Ejerció así, a cabalidad, la proyección natural del hombre.

Fue Guerra Méndez, en definitiva, un hombre de cualidades excepcionales muy altas, animado de una triple fidelidad, que ojala sirva de lección para todos nosotros: fue fiel a su destino, fiel a su tiempo y fiel a su pueblo.


Alfonso Marín
Valencia, 22 de Octubre de 1966

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