Los Paladines de Carabobo
Inauguración
de una columna en homenaje al Batallón Valencey en el Campo de Carabobo.
Carabobo
es la Patria. La Patria de todos. Un camino que va al sol, y que viene del sol.
Del Sol de Carabobo, que es el más radiante del continente, según los
geógrafos. Por eso los carabobeños, lo hemos colocado en el Escudo y en el
Himno. Por eso está en el corazón de todos nosotros. Es el sol de futuro.
Para
los venezolanos de hoy, y para los que han de venir, los cerros que custodian
el valle de Carabobo son y serán siempre algo así como los centinelas de una
llamarada gloriosa, que señala y decora los contornos del horizonte. Aquí se
siente y se oye el ruido de la célebre batalla; el estampido de los cañones, el
estruendo de la fusilería, el galope de los caballos, el chis-chas de las
lanzas y las espadas, cuando penetran en los pechos heroicos; se oyen también
los ternos rotundos, que lanzan aquellos hombres enardecidos por el furor del
combate. Sentimos le impresión de que la batalla no ha terminado todavía. Se
percibe y se palpa en la atmósfera el olor de la pólvora.
Los
historiadores afirman que esta batalla de Carabobo fue una gran batalla; los
militares la califican como una campaña. Ambos tienen razón: fue las dos cosas
a la vez, pero también fue una feria. La Feria del Valor compartido. La Feria
de la Muerte. Nunca se había llegado a tanto. Los jefes y oficiales del
ejército republicano estaban uniformados de gala. El ejército español estaba
vestido de blanco. En el escenario del paisaje, los personajes se movían con un
extraño sabor de fiesta. En realidad, era una fiesta heroica: se estaba
haciendo una demostración de valor casi suicida, de un arrojo estelar, a los
ojos del mundo. Desde la víspera de la batalla, se había pensado que esto iba a
ser así, cuando el Libertador pasó revista a su ejército, en la vecina sabana
de Taguanes. Allí se produjo el inicio de este espectáculo maravilloso, que iba
a presenciar la Historia: los vistosos uniformes, la música de las bandas
militares, el brillo de las espadas, el piafar de los caballos, la gallardía de
los jinetes, las voces de mando, los toques de clarín, la alegría de los
rostros: todo indicaba que el fin de la guerra estaba cerca. Había que triunfar
a toda costa, y aquellos hombres estaban dispuestos a jugarse la vida, cara o
sello. La palabra victoria y la palabra Carabobo, se confundían y se mezclaban
en las alas de una brisa ligera, que pugnaba por quedarse dormida entre las
ramas de los árboles. Era la hora del atardecer y para esta prueba de fuego
decisiva había que esperar el alba.
A la
hora del alba, justamente, según se dice en los partes militares, se avistaron
los dos ejércitos enemigos, que iban a entrar en combate. Pero, cabe
preguntarle a la Historia: ¿eran realmente enemigos estos dos grupos de
titanes, que se disponían a medir sus fuerzas en un choque de vida o muerte en
este campo glorioso de Carabobo? No eran propiamente enemigos. Eran, a lo sumo,
adversarios, y esto es bueno aclararlo: los españoles, por espíritu de
disciplina y por razones políticas, defendían una causa absurda; los
republicanos, por espíritu de patriotismo, defendían una causa justa. En todo
caso, teníamos frente a frente en aquellos momentos a los vástagos
representativos de una misma casta. El general Miguel de la Torre, jefe
expedicionario español, trataba a Bolívar de hermano; se había casado en plena
guerra con una prima suya: Doña Concepción Vegas Rodríguez del Toro. Bolívar,
por su parte, jefe del ejército libertador, llevaba hasta en la médula de sus huesos
su entrañable ancestro español y su amor a España. Además, numerosos soldados
criollos formaban parte todavía de las fuerzas realistas. El verdadero enemigo, para Bolívar, en
aquellos momentos, era el absolutismo español, pero por sobre el absolutismo
español se alzaba para él la imagen soberana de la España esta actitud de
franca rebeldía de las nacientes patrias americanas, que después de tres siglos
de sumisión incondicional, se habían decidido a ser libres. Este ideal de
libertad estaba encarnado en Bolívar. Y esta fue la razón de aquel
enfrentamiento. La razón de la Gesta. Lo diremos en verso:
La
Gesta fue una lucha muy larga.
la
dirigió Bolívar, el mago de la guerra.
Un
hombre imperturbable,
que
cuando un cataclismo
sacudía
la tierra,
asumía,
colérico,
actitudes
como ésta:
-
“Nuestra lucha es sagrada:
si la naturaleza
se opone,
iremos contra ella
y haremos
que nos obedezca”
Pequeño
de estatura,
pero
arrogante como un César,
Bolívar
era la distancia más corta
entre
la ambición de la gloria
y el
orgullo de encontrarse con ella.
Fue un
genio, un estadista,
y
también fue poeta.
Paseó
por los salones perfumados
su
arrogancia de guerrero y de esteta,
incendiando
los femeninos corazones
como
románticas libélulas.
Anduvo
quince años a caballo,
loco de
inmensidad y de impaciencia.
Agarraba
los potros de las pampas
para
cruzar con ellos la vasta cordillera.
Trepaba
por las cumbres
hasta
alcanzar el cielo con las manos,
tomaba
las estrellas
y las
clavaba
en la
bandera.
El
encuentro para una acción definitiva, fue aquí en este campo, donde hoy estamos
evocando estos hechos. Se iba a realizar ese día un esfuerzo desesperado y
sangriento. Nunca en tan pocas horas de combate se había derramado tanta
sangre; nunca a lo largo de la guerra se había puesto tanto ardor en la lucha;
nunca se había mirado con tan olímpico desdén la presencia impresionante de la
muerte; nunca se había llegado a un grado de heroísmo semejante. Basta recordar que dos jefes de división – el
general Manuel Cedeño y el coronel Ambrosio Plaza- quedaron muertos en el campo
de batalla. Un caso único en la historia. Un arrojo sin precedentes. La lucha
era tan recia y tan compartida por todos, que las jerarquías militares del
ejército libertador, se confundían en ella. Cada cual quería ser el primero en
dominar las fuerzas contrarias.
Se oyen
algunas voces. Paéz le grita al Negro Primero:
-
¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? ¿No quedan ya
enemigos?
-
Nada de eso, mi general: vengo a decirle
adiós, porque estoy muerto.
Rondón
avanza como un bólido y grita colérico:
-
¡Paso de vencedores! ¡Rondón no ha peleado
todavía!
Mellado
se enardece y le dice:
-
Compañero, por delante de mí, la cabeza de
mi caballo!
Y
cuando cae Cedeño, herido de muerte, éste le grita a Plaza:
-
Me estoy muriendo, es verdad, pero llegué
primero que él…
¿Quién
era él? El era Páez, que en aquellos momentos se había caído de su caballo, con
un ataque de epilepsia. Lo recogió un oficial de las fuerzas realistas, el
comandante Antonio Martínez, de la caballería de Morales, quien en vez de
matarlo, o hacerlo prisionero, se dispuso a salvarlo, y así lo hizo, con el
auxilio de un soldado nuestro, de apellido Salazar, hasta lograr que recobrara
el sentido y se montara de nuevo, con Salazar, en su caballo. El propio Páez
relata este episodio, en sus Memorias, como un acto verdaderamente admirable.
Se lamenta él de no haber tenido la oportunidad de corresponder en alguna forma
a este gesto imponderable de aquel gallardo oficial español, que le había
salvado la vida. No hay duda: ¡aquellos hombres eran unos varones egregios!
Nunca la tradicional hidalguía de la raza había alcanzado dimensiones tan
altas.
Más
todavía: cuando cayó Cedeño, moribundo, entre las filas contrarias, el coronel
Tomás García, que comandaba en ese momento el Batallón Valencey, admirando su
temple heroico, según lo relata Tomás Cipriano de Mosquera, “dejó un tambor que
lo mantuviese acostado sobre su pecho, hasta que llegasen soldados para atenderlo”.
La gallardía de esta casta de hidalgos, superior al turbión del combate,
recogería en aquella forma su último aliento. Así moría, reclinado en piadosos
brazos españoles, “el bravo de los bravos de Colombia”.
Mientras
tanto, ¿qué sucede en las filas contrarias?
Cuatro
batallones del ejército español han empezado a desintegrarse, bajo el empuje
arrollador de las fuerzas patriotas. Los lanceros de Páez, los impertérritos
soldados de la Legión Británica, las cargas repetidas de nuestros héroes, han
asegurado la victoria. El general La Torre no tiene más remedio que aceptar su
derrota. Y es entonces cuando se produce lo inesperado, lo increíble: el
Batallón Valencey, que hasta ese momento ha permanecido inactivo, se convierte
de pronto en una fortaleza flotante. Forma un cuadro compacto, de cien metros
por lado, y contra él se estrellan Manuel Cedeño, Julián Mellado, José Manuel
Arráiz, Ignacio Meleán, Juan Bruno y tantos otros. Don Eduardo Blanco nos
describe la escena:
“A las
constantes embestidas de los jinetes de Apure – dice- opone Valencey la solidez
de sus compactas filas, la enérgica voluntad que le domina. El trueno de sus
descargas estremece de nuevo la llanura; las enristradas ballonetas se clavan
en el pecho de nuestros caballos y la lluvia de balas que arroja de su seno la
improvisada fortaleza, postra a sus pies a los más esforzados y rebota sobre
las alas de nuestra espléndida victoria provocando sus iras”.
La
batalla está decidida, pero el Valencey no se rinde. El Libertador se
impacienta. Lanza en persecución suya los tallones Rifles y Granaderos, con
instrucciones de darle alcance, cueste lo que cueste. Todo inútil. Aquella mole
hecha de fuego ardiente, sigue su avance hasta Valencia, y hasta Puerto
Cabello, llevando en su seno al general La Torre y a los demás jefes realistas;
llevando en su seno restos de los batallones vencidos, con sus banderas
inhiestas; llevando en su seno un tesoro intocable: el honor militar de España.
Tres
bandas militares de las divisiones patriotas, rompen de pronto a tocar sus
instrumentos en plena sabana, ahogando con música el eco de los últimos
disparos y la voz de los heridos y colocando así un acento de patriótica
alegría sobre la danza de la muerte. Esta música viene a ser una piadosa
mortaja para los centenares de cadáveres que han quedado tendidos en el campo
de batalla.
Ese día
habrían de mezclarse en este campo de Carabobo todas las sangres. Esa mezcla no
era el fenómeno genético señalado con tanta propiedad por el filósofo
colombiano cuando observa que “este vasto continente soleado fue el suave
colchón de la sensualidad cosmopolita”. No. Esta era una mezcla distinta:
directa, desbordada, violenta. Sangre española y sangre india, sangre sajona y
sangre negra, sangre noble y sangre plebeya, sangre de la mano enguantada que
empuñó la tizona; sangre de la mano esclava, que empuñó la lanza. ¡Todas las
sangres!.
La
mañana había sido clara y alegre; luego, algunas nubes se acercaron a
presenciar la batalla, y cuando el estruendo de la lucha llegó hasta ellas y
logró sacudirlas, empezó a llover, primero en gotas lentas y aisladas, como
balas perdidas, que venían de regreso; luego, en forma continua y abundante,
hasta desatarse en un torrencial aguacero, que duró toda la tarde. Páez observa
en sus Memorias que la persecución del batallón Valencey se hizo un tanto
difícil, especialmente para el movimiento de los caballos, que se resbalaban en
el terreno, a causa de la lluvia.
Bajo
esta lluvia inesperada que inundó los contornos, los campesinos de las
inmediaciones, sobrecogidos de asombro, vieron pasar un río de sangre; sangre
que mana del Valle estremecido, se desliza sobre la hierba, se precipita bajo
los árboles, cae a las torrenteras; se pierde en los barrancos.
¿Hacia
dónde va esa sangre?
Va a
fecundar la patria.
-
¡Hermano campesino! ¡Hermana campesina!
¡Niños desprevenidos del campo! No os asombréis por esta sangre. Ella es el
fruto de un holocausto. Ya lo hemos dicho: ¡esa sangre va a fecundar la patria!
En esta
encarnizada persecución del Valencey, la lucha llega hasta Valencia. En las
calles de la ciudad, las primeras sombras de la noche van a cubrir los últimos
muertos, Se van a oír algunos disparos por los lados de la Calle Colombia. Dos
húsares quedan tendidos muy cerca del puente Morillo. Este puente fue bautizado
así en homenaje a aquel insigne amigo de Valencia, que se llamó Pablo Morillo,
hombre de cualidades excepcionales, que un día se enamoró de la ciudad,
olvidándose que estaban en guerra, y empezó a construir obras. Este puente es
una de ellas.
La
noticia del triunfo de las armas patriotas, llena de júbilo el corazón de los
valencianos, y mientras se cumple la tarea de atender a los heridos, de recoger
los muertos, de contar los prisioneros y de revisar, como es de rigor, hasta
los más mínimos detalles, van llegando a Valencia algunos cadáveres ilustres,
entre ellos Cedeño y Plaza, que van a ser velados esa misma noche por el propio
Libertador en el salón principal de la Casa de los Celis.
Los
españoles continúan su retirada hacia la costa. Las brisas del mar habrán de
ser un sedante para el dolor de su derrota. El general La Torre se va a
refugiar en Puerto Cabello en los brazos de su mujer, que tiene la misma carne
y la misma sangre de los libertadores. La misma carne y la misma sangre de Bolívar.
Después,
vendrá la exaltación del hecho heroico. Lo primero que hacen los españoles al
llegar a Puerto Cabello, es proceder a levantar un expediente con el testimonio
de los altos jefes y oficiales de los batallones vencidos, a fin de solicitar
la Orden de San Fernando para el batallón Valencey, en reconocimiento a su
disciplina y su heroísmo. La figura del coronel Tomás García crece en la
admiración y el afecto de las fuerzas realistas. Para los españoles, él viene a
ser en estos momentos su figura heroica más alta.
Pero no
sólo para los españoles resulta motivos de fervorosa admiración la simbiosis de
este binomio, Valencey-Tomás García, que tan gallardamente han sabido deducir
un melancólico sabor de victoria de aquella gran derrota: es también para las
fuerzas republicanas. Para la opinión de todos. La posteridad va a recoger
estos nombres con emoción y con orgullo. Un gran poeta nuestro, José Tadeo
Arreaza Calatrava, en su Canto a Carabobo, le dedica al Valencey estas estrofas
lapidarias:
Entre la atronadora vocería
que aclama al Triunfador, ruge y
fulgura
Valencey, el potente, el indomable
Encarna en él la voluntad bravía
de ese español a cuyo ardiente sable
se aferra el sol de España todavía
¡Bravo Tomás García!....
Fórmase en cuadro hasta ganar la vía
de Valencia, torcida y escabrosa,
el tenaz Valencey. ¡Allí lo acosa
la lanza del Centauro! En triple
hilera
de bayonetas va el marcial tesoro,
¡el alma de su España: su bandera!
Y el
mismo poeta se encarga de trazarnos una silueta de aquel recio paladín
peninsular, que algunos historiadores han querido señalar como nuestro. Lo
describe así el poeta:
Moruna la color, ojos de abismo
en que es roja centella la mirada,
negra barba monjil, rostro aguileño
de frente dura y de castizo ceño,
a fuego de pasión y fanatismo,
la voluntad forjada
y el ánima en mudez reconcentrada,
llama en prisión que entre peñascos
brilla,
yérguese allí – león que en brava
senda
topa con la leyenda-
ese vástago fiero de Castilla.
¡Digno es del canto! Mira ese
ardimiento
propio del Cid, oye el corado acento
con que ordena y anima y paso a paso
conduce el veternao Regimiento,
que se retira, grande en el fracaso,
superando la propia valentía…
De allí
la razón de este homenaje que le estamos rindiendo hoy al Batallón Valencey de
Carabobo, y a su conductor Tomás García, al inaugurar esta columna
conmemorativa en el propio Campo donde se libró la célebre Batalla. El coronel
Tomás García aparece ante los ojos de todos, adornado con la investidura de una
gallarda estampa criolla; poseedor de una simpatía personal avasalladora. Esto explica
en parte el hecho de que algunos se hayan complacido en señalarlo como
venezolano, nacido en tierras de Falcón, y también la circunstancia de que en
las filas del Batallón Valencey se conservara para el momento de la Batalla de
Carabobo un 50% de soldados venezolanos, que todavía estaban luchando al lado
de las fuerzas realistas. Y esto puede explicar, igualmente, el hecho muy
significativo de que en aquella hora crítica para las armas españolas, fuera
Tomás García y no el general La Torre, el encargado de organizar y dirigir
aquella retirada estupenda. Por aquí, por el hilo de estos detalles, podemos
ver con bastante claridad la mezcla de ese conjunto étnico y heroico, que hace
de España y América en aquellos momentos estelares una sola pieza. Una pieza de
acero toledano: de ese acero de buena ley, que algunas veces puede llegar a
doblarse, pero que no se rompe. De ese acero que caracteriza y simboliza el
temple, la hidalguía y la nobleza del alma castellana.
Los
héroes nuestros, los grandes varones de la Gesta, fueron capaces de ganar, como
los más aguerridos peninsulares de todos los tiempos, grandes batallas. Y hasta
de ganarlas después de muertos, como Don Rodrigo Díaz de Vivar, que es, en
definitiva, el mismo caso de Bolívar: porque Bolívar le está ganando en estos
momentos a la Madre Patria, siglo y medio después de muerto, la mejor de
sus batallas. Y esta batalla, señoras y
señores, la estamos presenciando y la seguiremos presenciando nosotros. Una
batalla incruenta. La batalla del sentimiento, del amor ancestral; la batalla
de una formal identificación telúrica, que hunde sus raíces en la filosofía de
la historia. Y Bolívar no está solo en el momento de alcanzar esta resonante
victoria; lo acompañan otros dos vástagos ilustres de esta vasta comunidad
hispanoamericana: Don Francisco de Miranda y Don Andrés Bello. Los tres juntos
han conquistado con carácter definitivo el corazón de la Madre Patria. Ellos
son hoy para España tres figuras señeras de la raza, tres flores de estirpe. Manos
de escultores peninsulares y de escultores canarios, han venido moldeando en
los últimos años, hermosos monumentos para exaltar la memoria, exponiéndolos a
la contemplativa admiración de los demás países del mundo. Esos monumentos se
alzan en Madrid, en Zaragoza, en Barcelona, en Cádiz, en Santander, y también
en Garachico, en las Islas Canarias.
Y
nosotros le decimos a España:
-
Madre: son tus hijos. Está bien que les
hagas justicia. Estos hombres fueron hechos con tu propia carne y con tu propia
sangre; también fueron bruñidos en el fuero heroico que recalentó y templó la
voluntad de los más recios varones de España; lucen, además, un nuevo
ingrediente: el temple y el valor, y el amor a la libertad de nuestros abuelos
caribes. Son tus hijos. Tus hijos nacidos en América, que hoy regresan con orgullo
a la Madre Patria, convertidos en bronce.
Así lo
reconoce la Gloria. Así lo reconoce la Historia. Y la Historia y la Gloria,
unidas, jamás podrán equivocarse.
Alfonso
Marín.
Campo
de Carabobo, 3 de julio de 1976.
Tomado del Libro "El Balcón de la Historia", Alfonso Marín 1976.
No hay comentarios:
Publicar un comentario