viernes, 27 de abril de 2012

3 de Julio de 1976. "Los Paladines de Carabobo"



Los Paladines de Carabobo


Inauguración de una columna en homenaje al Batallón Valencey en el Campo de Carabobo.

Carabobo es la Patria. La Patria de todos. Un camino que va al sol, y que viene del sol. Del Sol de Carabobo, que es el más radiante del continente, según los geógrafos. Por eso los carabobeños, lo hemos colocado en el Escudo y en el Himno. Por eso está en el corazón de todos nosotros. Es el sol de futuro.

Para los venezolanos de hoy, y para los que han de venir, los cerros que custodian el valle de Carabobo son y serán siempre algo así como los centinelas de una llamarada gloriosa, que señala y decora los contornos del horizonte. Aquí se siente y se oye el ruido de la célebre batalla; el estampido de los cañones, el estruendo de la fusilería, el galope de los caballos, el chis-chas de las lanzas y las espadas, cuando penetran en los pechos heroicos; se oyen también los ternos rotundos, que lanzan aquellos hombres enardecidos por el furor del combate. Sentimos le impresión de que la batalla no ha terminado todavía. Se percibe y se palpa en la atmósfera el olor de la pólvora.

Los historiadores afirman que esta batalla de Carabobo fue una gran batalla; los militares la califican como una campaña. Ambos tienen razón: fue las dos cosas a la vez, pero también fue una feria. La Feria del Valor compartido. La Feria de la Muerte. Nunca se había llegado a tanto. Los jefes y oficiales del ejército republicano estaban uniformados de gala. El ejército español estaba vestido de blanco. En el escenario del paisaje, los personajes se movían con un extraño sabor de fiesta. En realidad, era una fiesta heroica: se estaba haciendo una demostración de valor casi suicida, de un arrojo estelar, a los ojos del mundo. Desde la víspera de la batalla, se había pensado que esto iba a ser así, cuando el Libertador pasó revista a su ejército, en la vecina sabana de Taguanes. Allí se produjo el inicio de este espectáculo maravilloso, que iba a presenciar la Historia: los vistosos uniformes, la música de las bandas militares, el brillo de las espadas, el piafar de los caballos, la gallardía de los jinetes, las voces de mando, los toques de clarín, la alegría de los rostros: todo indicaba que el fin de la guerra estaba cerca. Había que triunfar a toda costa, y aquellos hombres estaban dispuestos a jugarse la vida, cara o sello. La palabra victoria y la palabra Carabobo, se confundían y se mezclaban en las alas de una brisa ligera, que pugnaba por quedarse dormida entre las ramas de los árboles. Era la hora del atardecer y para esta prueba de fuego decisiva había que esperar el alba.

A la hora del alba, justamente, según se dice en los partes militares, se avistaron los dos ejércitos enemigos, que iban a entrar en combate. Pero, cabe preguntarle a la Historia: ¿eran realmente enemigos estos dos grupos de titanes, que se disponían a medir sus fuerzas en un choque de vida o muerte en este campo glorioso de Carabobo? No eran propiamente enemigos. Eran, a lo sumo, adversarios, y esto es bueno aclararlo: los españoles, por espíritu de disciplina y por razones políticas, defendían una causa absurda; los republicanos, por espíritu de patriotismo, defendían una causa justa. En todo caso, teníamos frente a frente en aquellos momentos a los vástagos representativos de una misma casta. El general Miguel de la Torre, jefe expedicionario español, trataba a Bolívar de hermano; se había casado en plena guerra con una prima suya: Doña Concepción Vegas Rodríguez del Toro. Bolívar, por su parte, jefe del ejército libertador, llevaba hasta en la médula de sus huesos su entrañable ancestro español y su amor a España. Además, numerosos soldados criollos formaban parte todavía de las fuerzas realistas.  El verdadero enemigo, para Bolívar, en aquellos momentos, era el absolutismo español, pero por sobre el absolutismo español se alzaba para él la imagen soberana de la España esta actitud de franca rebeldía de las nacientes patrias americanas, que después de tres siglos de sumisión incondicional, se habían decidido a ser libres. Este ideal de libertad estaba encarnado en Bolívar. Y esta fue la razón de aquel enfrentamiento. La razón de la Gesta. Lo diremos en verso:


La Gesta fue una lucha muy larga.
la dirigió Bolívar, el mago de la guerra.
Un hombre imperturbable,
que cuando un cataclismo
sacudía la tierra,
asumía, colérico,
actitudes como ésta:
-         “Nuestra lucha es sagrada:
si la naturaleza
se opone,
iremos contra ella
y haremos
que nos obedezca”
Pequeño de estatura,
pero arrogante como un César,
Bolívar era la distancia más corta
entre la ambición de la gloria
y el orgullo de encontrarse con ella.
Fue un genio, un estadista,
y también fue poeta.
Paseó por los salones perfumados
su arrogancia de guerrero y de esteta,
incendiando los femeninos corazones
como románticas libélulas.
Anduvo quince años a caballo,
loco de inmensidad y de impaciencia.
Agarraba los potros de las pampas
para cruzar con ellos la vasta cordillera.
Trepaba por las cumbres
hasta alcanzar el cielo con las manos,
tomaba las estrellas
y las clavaba
en la bandera.

El encuentro para una acción definitiva, fue aquí en este campo, donde hoy estamos evocando estos hechos. Se iba a realizar ese día un esfuerzo desesperado y sangriento. Nunca en tan pocas horas de combate se había derramado tanta sangre; nunca a lo largo de la guerra se había puesto tanto ardor en la lucha; nunca se había mirado con tan olímpico desdén la presencia impresionante de la muerte; nunca se había llegado a un grado de heroísmo semejante.  Basta recordar que dos jefes de división – el general Manuel Cedeño y el coronel Ambrosio Plaza- quedaron muertos en el campo de batalla. Un caso único en la historia. Un arrojo sin precedentes. La lucha era tan recia y tan compartida por todos, que las jerarquías militares del ejército libertador, se confundían en ella. Cada cual quería ser el primero en dominar las fuerzas contrarias.

Se oyen algunas voces. Paéz le grita al Negro Primero:
-         ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? ¿No quedan ya enemigos?
-         Nada de eso, mi general: vengo a decirle adiós, porque estoy muerto.

Rondón avanza como un bólido y grita colérico:
-         ¡Paso de vencedores! ¡Rondón no ha peleado todavía!

Mellado se enardece y le dice:
-         Compañero, por delante de mí, la cabeza de mi caballo!

Y cuando cae Cedeño, herido de muerte, éste le grita a Plaza:
-         Me estoy muriendo, es verdad, pero llegué primero que él…

¿Quién era él? El era Páez, que en aquellos momentos se había caído de su caballo, con un ataque de epilepsia. Lo recogió un oficial de las fuerzas realistas, el comandante Antonio Martínez, de la caballería de Morales, quien en vez de matarlo, o hacerlo prisionero, se dispuso a salvarlo, y así lo hizo, con el auxilio de un soldado nuestro, de apellido Salazar, hasta lograr que recobrara el sentido y se montara de nuevo, con Salazar, en su caballo. El propio Páez relata este episodio, en sus Memorias, como un acto verdaderamente admirable. Se lamenta él de no haber tenido la oportunidad de corresponder en alguna forma a este gesto imponderable de aquel gallardo oficial español, que le había salvado la vida. No hay duda: ¡aquellos hombres eran unos varones egregios! Nunca la tradicional hidalguía de la raza había alcanzado dimensiones tan altas.

Más todavía: cuando cayó Cedeño, moribundo, entre las filas contrarias, el coronel Tomás García, que comandaba en ese momento el Batallón Valencey, admirando su temple heroico, según lo relata Tomás Cipriano de Mosquera, “dejó un tambor que lo mantuviese acostado sobre su pecho, hasta que llegasen soldados para atenderlo”. La gallardía de esta casta de hidalgos, superior al turbión del combate, recogería en aquella forma su último aliento. Así moría, reclinado en piadosos brazos españoles, “el bravo de los bravos de Colombia”.

Mientras tanto, ¿qué sucede en las filas contrarias?

Cuatro batallones del ejército español han empezado a desintegrarse, bajo el empuje arrollador de las fuerzas patriotas. Los lanceros de Páez, los impertérritos soldados de la Legión Británica, las cargas repetidas de nuestros héroes, han asegurado la victoria. El general La Torre no tiene más remedio que aceptar su derrota. Y es entonces cuando se produce lo inesperado, lo increíble: el Batallón Valencey, que hasta ese momento ha permanecido inactivo, se convierte de pronto en una fortaleza flotante. Forma un cuadro compacto, de cien metros por lado, y contra él se estrellan Manuel Cedeño, Julián Mellado, José Manuel Arráiz, Ignacio Meleán, Juan Bruno y tantos otros. Don Eduardo Blanco nos describe la escena:

“A las constantes embestidas de los jinetes de Apure – dice- opone Valencey la solidez de sus compactas filas, la enérgica voluntad que le domina. El trueno de sus descargas estremece de nuevo la llanura; las enristradas ballonetas se clavan en el pecho de nuestros caballos y la lluvia de balas que arroja de su seno la improvisada fortaleza, postra a sus pies a los más esforzados y rebota sobre las alas de nuestra espléndida victoria provocando sus iras”.

La batalla está decidida, pero el Valencey no se rinde. El Libertador se impacienta. Lanza en persecución suya los tallones Rifles y Granaderos, con instrucciones de darle alcance, cueste lo que cueste. Todo inútil. Aquella mole hecha de fuego ardiente, sigue su avance hasta Valencia, y hasta Puerto Cabello, llevando en su seno al general La Torre y a los demás jefes realistas; llevando en su seno restos de los batallones vencidos, con sus banderas inhiestas; llevando en su seno un tesoro intocable: el honor militar de España.

Tres bandas militares de las divisiones patriotas, rompen de pronto a tocar sus instrumentos en plena sabana, ahogando con música el eco de los últimos disparos y la voz de los heridos y colocando así un acento de patriótica alegría sobre la danza de la muerte. Esta música viene a ser una piadosa mortaja para los centenares de cadáveres que han quedado tendidos en el campo de batalla.

Ese día habrían de mezclarse en este campo de Carabobo todas las sangres. Esa mezcla no era el fenómeno genético señalado con tanta propiedad por el filósofo colombiano cuando observa que “este vasto continente soleado fue el suave colchón de la sensualidad cosmopolita”. No. Esta era una mezcla distinta: directa, desbordada, violenta. Sangre española y sangre india, sangre sajona y sangre negra, sangre noble y sangre plebeya, sangre de la mano enguantada que empuñó la tizona; sangre de la mano esclava, que empuñó la lanza. ¡Todas las sangres!.

La mañana había sido clara y alegre; luego, algunas nubes se acercaron a presenciar la batalla, y cuando el estruendo de la lucha llegó hasta ellas y logró sacudirlas, empezó a llover, primero en gotas lentas y aisladas, como balas perdidas, que venían de regreso; luego, en forma continua y abundante, hasta desatarse en un torrencial aguacero, que duró toda la tarde. Páez observa en sus Memorias que la persecución del batallón Valencey se hizo un tanto difícil, especialmente para el movimiento de los caballos, que se resbalaban en el terreno, a causa de la lluvia.

Bajo esta lluvia inesperada que inundó los contornos, los campesinos de las inmediaciones, sobrecogidos de asombro, vieron pasar un río de sangre; sangre que mana del Valle estremecido, se desliza sobre la hierba, se precipita bajo los árboles, cae a las torrenteras; se pierde en los barrancos.

¿Hacia dónde va esa sangre?
Va a fecundar la patria.

-         ¡Hermano campesino! ¡Hermana campesina! ¡Niños desprevenidos del campo! No os asombréis por esta sangre. Ella es el fruto de un holocausto. Ya lo hemos dicho: ¡esa sangre va a fecundar la patria!

En esta encarnizada persecución del Valencey, la lucha llega hasta Valencia. En las calles de la ciudad, las primeras sombras de la noche van a cubrir los últimos muertos, Se van a oír algunos disparos por los lados de la Calle Colombia. Dos húsares quedan tendidos muy cerca del puente Morillo. Este puente fue bautizado así en homenaje a aquel insigne amigo de Valencia, que se llamó Pablo Morillo, hombre de cualidades excepcionales, que un día se enamoró de la ciudad, olvidándose que estaban en guerra, y empezó a construir obras. Este puente es una de ellas.

La noticia del triunfo de las armas patriotas, llena de júbilo el corazón de los valencianos, y mientras se cumple la tarea de atender a los heridos, de recoger los muertos, de contar los prisioneros y de revisar, como es de rigor, hasta los más mínimos detalles, van llegando a Valencia algunos cadáveres ilustres, entre ellos Cedeño y Plaza, que van a ser velados esa misma noche por el propio Libertador en el salón principal de la Casa de los Celis.

Los españoles continúan su retirada hacia la costa. Las brisas del mar habrán de ser un sedante para el dolor de su derrota. El general La Torre se va a refugiar en Puerto Cabello en los brazos de su mujer, que tiene la misma carne y la misma sangre de los libertadores. La misma carne y la misma sangre de Bolívar.

Después, vendrá la exaltación del hecho heroico. Lo primero que hacen los españoles al llegar a Puerto Cabello, es proceder a levantar un expediente con el testimonio de los altos jefes y oficiales de los batallones vencidos, a fin de solicitar la Orden de San Fernando para el batallón Valencey, en reconocimiento a su disciplina y su heroísmo. La figura del coronel Tomás García crece en la admiración y el afecto de las fuerzas realistas. Para los españoles, él viene a ser en estos momentos su figura heroica más alta.

Pero no sólo para los españoles resulta motivos de fervorosa admiración la simbiosis de este binomio, Valencey-Tomás García, que tan gallardamente han sabido deducir un melancólico sabor de victoria de aquella gran derrota: es también para las fuerzas republicanas. Para la opinión de todos. La posteridad va a recoger estos nombres con emoción y con orgullo. Un gran poeta nuestro, José Tadeo Arreaza Calatrava, en su Canto a Carabobo, le dedica al Valencey estas estrofas lapidarias:

          Entre la atronadora vocería
          que aclama al Triunfador, ruge y fulgura
          Valencey, el potente, el indomable
          Encarna en él la voluntad bravía
          de ese español a cuyo ardiente sable
          se aferra el sol de España todavía
          ¡Bravo Tomás García!....

          Fórmase en cuadro hasta ganar la vía
          de Valencia, torcida y escabrosa,
          el tenaz Valencey. ¡Allí lo acosa
          la lanza del Centauro! En triple hilera
          de bayonetas va el marcial tesoro,
          ¡el alma de su España: su bandera!


Y el mismo poeta se encarga de trazarnos una silueta de aquel recio paladín peninsular, que algunos historiadores han querido señalar como nuestro. Lo describe así el poeta:

          Moruna la color, ojos de abismo
          en que es roja centella la mirada,
          negra barba monjil, rostro aguileño
          de frente dura y de castizo ceño,
          a fuego de pasión y fanatismo,
          la voluntad forjada
          y el ánima en mudez reconcentrada,
          llama en prisión que entre peñascos brilla,
          yérguese allí – león que en brava senda
          topa con la leyenda-
          ese vástago fiero de Castilla.

          ¡Digno es del canto! Mira ese ardimiento
          propio del Cid, oye el corado acento
          con que ordena y anima y paso a paso
          conduce el veternao Regimiento,
          que se retira, grande en el fracaso,
          superando la propia valentía…


De allí la razón de este homenaje que le estamos rindiendo hoy al Batallón Valencey de Carabobo, y a su conductor Tomás García, al inaugurar esta columna conmemorativa en el propio Campo donde se libró la célebre Batalla. El coronel Tomás García aparece ante los ojos de todos, adornado con la investidura de una gallarda estampa criolla; poseedor de una simpatía personal avasalladora. Esto explica en parte el hecho de que algunos se hayan complacido en señalarlo como venezolano, nacido en tierras de Falcón, y también la circunstancia de que en las filas del Batallón Valencey se conservara para el momento de la Batalla de Carabobo un 50% de soldados venezolanos, que todavía estaban luchando al lado de las fuerzas realistas. Y esto puede explicar, igualmente, el hecho muy significativo de que en aquella hora crítica para las armas españolas, fuera Tomás García y no el general La Torre, el encargado de organizar y dirigir aquella retirada estupenda. Por aquí, por el hilo de estos detalles, podemos ver con bastante claridad la mezcla de ese conjunto étnico y heroico, que hace de España y América en aquellos momentos estelares una sola pieza. Una pieza de acero toledano: de ese acero de buena ley, que algunas veces puede llegar a doblarse, pero que no se rompe. De ese acero que caracteriza y simboliza el temple, la hidalguía y la nobleza del alma castellana.

Los héroes nuestros, los grandes varones de la Gesta, fueron capaces de ganar, como los más aguerridos peninsulares de todos los tiempos, grandes batallas. Y hasta de ganarlas después de muertos, como Don Rodrigo Díaz de Vivar, que es, en definitiva, el mismo caso de Bolívar: porque Bolívar le está ganando en estos momentos a la Madre Patria, siglo y medio después de muerto, la mejor de sus  batallas. Y esta batalla, señoras y señores, la estamos presenciando y la seguiremos presenciando nosotros. Una batalla incruenta. La batalla del sentimiento, del amor ancestral; la batalla de una formal identificación telúrica, que hunde sus raíces en la filosofía de la historia. Y Bolívar no está solo en el momento de alcanzar esta resonante victoria; lo acompañan otros dos vástagos ilustres de esta vasta comunidad hispanoamericana: Don Francisco de Miranda y Don Andrés Bello. Los tres juntos han conquistado con carácter definitivo el corazón de la Madre Patria. Ellos son hoy para España tres figuras señeras de la raza, tres flores de estirpe. Manos de escultores peninsulares y de escultores canarios, han venido moldeando en los últimos años, hermosos monumentos para exaltar la memoria, exponiéndolos a la contemplativa admiración de los demás países del mundo. Esos monumentos se alzan en Madrid, en Zaragoza, en Barcelona, en Cádiz, en Santander, y también en Garachico, en las Islas Canarias.

Y nosotros le decimos a España:

-                  Madre: son tus hijos. Está bien que les hagas justicia. Estos hombres fueron hechos con tu propia carne y con tu propia sangre; también fueron bruñidos en el fuero heroico que recalentó y templó la voluntad de los más recios varones de España; lucen, además, un nuevo ingrediente: el temple y el valor, y el amor a la libertad de nuestros abuelos caribes. Son tus hijos. Tus hijos nacidos en América, que hoy regresan con orgullo a la Madre Patria, convertidos en bronce.

Así lo reconoce la Gloria. Así lo reconoce la Historia. Y la Historia y la Gloria, unidas, jamás podrán equivocarse.


Alfonso Marín.


Campo de Carabobo,  3 de julio de 1976.

Tomado del Libro "El Balcón de la Historia", Alfonso Marín 1976.

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